jueves, 31 de marzo de 2016

HISTORIAS DE ESPAÑA VIEJA (XXVII): EL ESCUDO DE ZARAGOZA


La figura del león coronado fue establecida como emblema del Reino de León por Alfonso VII (1105-1157), Emperador de las Españas y Rey de León y de Castilla. En su origen fue un león pasante aunque con el tiempo se terminó representando en posición rampante. En la actualidad este símbolo aparece, además de en el escudo de España, en los de Castilla y León, León, Extremadura, CáceresBadajoz (por la pertenencia histórica de gran parte de estos territorios al viejo Reino) y... ¡Zaragoza! 

Zaragoza utiliza el león heráldico no solo en su blasón y bandera. El emblema ha llegado a convertirse en santo y seña de la ciudad, pues luce en numerosos monumentos (la estatua a Alfonso I el Batallador, la Plaza del Portillo, el Puente de Piedra), en el escudo del Real Zaragoza (el “equipo del león”) e incluso es la mascota del combinado local de baloncesto. Figura asimismo en el logo del Ayuntamiento y se emplea con profusión en todo tipo de cartelería y mobiliario urbano. La única diferencia con el símbolo leonés original es que éste es de color púrpura con el fondo de plata mientras que el felino zaragozano es dorado sobre campo de gules (rojo intenso).
Escudo de León

¿Cuál es el origen del escudo de Zaragoza? ¿Perteneció esta ciudad al Reino de León o se debe a otros motivos el que la rugiente fiera se enseñoree de la capital de Aragón desde el siglo XII? La respuesta no es fácil y tiene mucho que ver con las mezcolanzas dinásticas y políticas entre los diversos reinos cristianos de la Península durante la Edad Media.

Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y de Navarra, conquistó la añorada ciudad de Zaragoza en diciembre de 1118, cayendo así en manos cristianas los restos de la taifa musulmana de Saraqusta y expandiéndose notablemente el hasta entonces pequeño reino aragonés. Pero al morir este monarca sin descendencia en 1134, Zaragoza queda en una situación muy difícil. Recientemente reconquistada y apenas repoblada, corría el riesgo de ser de nuevo tomada por los moros.

El Emperador Alfonso VII de León y de Castilla, uno de los soberanos más poderosos de la historia de España, al que rendían vasallaje numerosos reyes cristianos (incluyendo francos y portugueses) y musulmanes, vio la oportunidad de extender su imperio y reclamó sus derechos dinásticos sobre los Reinos de Aragón y de Pamplona, argumentando que era tataranieto de Sancho III el Mayor, conde de Aragón y rey de Pamplona.

El Emperador Alfonso VII 
Pero los nobles aragoneses y navarros no estaban por la labor. Los primeros se apresuraron a coronar como rey de Aragón al hermano del difunto, Ramiro II el Monje, y los segundos auparon a García Ramírez al trono de Pamplona. Al Emperador castellano-leonés le dio lo mismo y aprovechando el desconcierto y el vacío de poder creados por la muerte de Alfonso I, ocupó militarmente Zaragoza con la excusa del peligro de una invasión almorávide, proclamándose soberano del Regnum Caesaraugustae y señor de la ciudad, e imponiendo su emblema en el escudo zaragozano. Eso sí, sustituyó el campo de plata por el de gules (de mucha menor categoría heráldica).

Muy poco después Alfonso VII cede el señorío zaragozano a García Ramirez a cambio de su juramento de vasallaje, pero esta situación iba a durar poco tiempo, pues en 1136 se lo arrebata sin miramientos para entregárselo definitivamente a Ramiro II de Aragón, quien quedaba comprometido a satisfacer una elevada suma económica, mantener el distintivo en el escudo y casar a su hija Petronila con el Emperador castellano-leonés. La idea de Alfonso VII, naturalmente, era cumplir su sueño imperial de unir los reinos de León, Castilla y Aragón, aunque la cosa quedó en agua de borrajas porque Petronila terminó contrayendo matrimonio en 1150 con el Conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, naciendo así la Corona de Aragón.

Pero el caso es que el bonito león dorado se quedó para siempre haciendo compañía a la Virgen del Pilar, en homenaje al poder imperial del irrepetible Alfonso VII, primer rey leonés de la Casa de Borgoña y uno de los primeros monarcas cristianos en hostigar a la morisma al sur del Tajo (llegó a entrar en Córdoba y a reconquistar Almería, pero esta es otra historia que merece un post entero). 


Más sobre el Reino de León en La pluma viperina:

- Historias de España Vieja (XXVI): El Reino de León
- La Huelva leonesa

martes, 29 de marzo de 2016

ZARAGOZA

Basílica del Pilar tras el Puente de Piedra
Zaragoza es una joya mudéjar a orillas del Ebro que impresiona por su tamaño. Con casi 700.000 habitantes, es la cuarta urbe más grande de España, después de Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Tiene avenidas, como el Paseo de la Independencia, que recuerdan el centro de Madrid. Es una ciudad que combina, con perfecto equilibrio, modernidad y belleza. A mí me encanta su tranvía, que le da un aire europeo y dinámico. Eso sí, como todas las grandes metrópolis, tiene sus inconvenientes y uno de los más graves es, sin duda, su alta densidad de inmigrantes, particularmente morunos. Me ha impresionado la morisma que abarrota literalmente la calle Conde de Aranda.

He pasado dos días muy agradables en la capital de Aragón, alojado –como no podía ser de otro modo– justo frente a la estatua de César Augusto, fundador de la ciudad, que el mismísimo Mussolini regaló al ayuntamiento tras la Guerra Civil. Hacía muchos años que no visitaba Zaragoza y he tenido la ocasión de repasar algunos de sus viejos rincones. Se siente uno como en casa en esta histórica localidad que ha sido testigo de algunos de los hitos más gloriosos de nuestra Patria y simboliza su riqueza cultural.

Aparte de la visita obligada a Nuestra Señora del Pilar en la tradicional basílica barroca, cañoneada por los herejes napoleónicos, y de la compra de los habituales –y un poco catetos- recuerdos en la tienda adyacente, no he olvidado entrar en la Seo, un impresionante templo gótico que a mí personalmente me gusta más que la basílica y que cuenta con un museo muy interesante de tapices del siglo XV. Y por supuesto he dedicado una tarde a recorrer la Aljafería, un antiguo palacio de la Taifa de Saraqusta convertido tras la reconquista en la residencia de los monarcas del Reino y de la Corona de Aragón, rodeado por un foso y un jardín espléndidos. En la actualidad es la digna sede de las Cortes de esta comunidad autónoma, algo de lo que debería aprender Castilla y León, cuya asamblea legislativa está ubicada en un edificio moderno, feo y hortera, flanqueado, para más inri, por una espeluznante escultura de Cristóbal Gabarrón.

Con todo, la visita cultural que más me ha gustado ha sido la del Museo Goya, donde se encuentran expuestas catorce pinturas y todos los grabados del genio de Fuendetodos.

Palacio de la Aljafería


También he disfrutado de alguna actividad "medioambiental". Me ha gustado mucho el acuario de agua dulce del complejo de la Expo de 2008, donde se reproducen los ecosistemas de varios ríos de todo el planeta, con especies piscícolas y de otros animales, incluidas las nutrias (que, desgraciadamente, no pude ver porque estaban durmiendo).  Además, como anécdota curiosa, sufrí el ataque de una enorme tortuga de río. La “pobre” había salido accidentalmente de su recinto acondicionado y se encontraba en mitad de un pasillo del recorrido, así que la cogí para devolverla al agua y la muy zorra empezó a mover las patas a velocidad de vértigo y me dejó las muñecas despellejadas con sus zarpas afiladas como puñales. Además di un paseo inolvidable por la ribera del Ebro, que han acondicionado muy bien (al menos la orilla de enfrente de la Basílica). Hay hasta una torreta para la observación de aves. El río, que estaba precioso y muy crecido, ofrece unas vistas únicas para los amantes de la fotografía. Los últimos cormoranes de la temporada practicaban la pesca submarina y sobrevolaban una y otra vez el Puente de Piedra.

Patatas Sherry, todo un clásico en El Tubo
Pero el capítulo más placentero de mi breve viaje ha sido el gastronómico, gracias a los inestimables consejos de Capitán Alatriste, un amigo zaragozano de La pluma viperina al que pedí que me asesorara. Había oído que el barrio de El Tubo es uno de los mejores sitios de España para tapear y lo he confirmado. Una docena de pequeños bares concentrados en tres o cuatro callejuelas del casco viejo ofrecen una gastronomía exquisita a precios variados pero no excesivos. Los locales que más me han gustado son Casa Pascualillo y su deliciosa chistorra con cebolla caramelizada regada con un tinto de Calatayud; El Champi, que solo sirve un montado de champiñones a la plancha para chuparse los dedos y una cerveza tostada en un frasco de rosca; la Taberna Doña Casta, con sus espectaculares croquetas de arroz negro y alioli; La Pilara, con unas tapitas de lo más original y una excelente relación calidad-precio; y La Ternasca, donde no hay que perderse sus ricas patatas Sherry, que son una especie de huevos rotos con patatas fritas muy delgadas y tallarines de ternasco (cordero joven). Se me hace la boca agua solo de escribirlo y recordarlo. También tuve ocasión de tomar unas copas por otras zonas del centro. Me agradó bastante un pub llamado La Bodeguilla. El ambiente nocturno está muy bien y la gente me pareció majísima aunque hablase exactamente igual que Marianico el Corto.

viernes, 25 de marzo de 2016

DAME TU MANO, MARÍA







Dame tu mano, María, 
la de las tocas moradas. 
Clávame tus siete espadas 
en esta carne baldía. 
Quiero ir contigo en la impía 
tarde negra y amarilla. 
Aquí en mi torpe mejilla 
quiero ver si se retrata 
esa lividez de plata, 
esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe 
ese llanto cristalino, 
y a la vera del camino 
permite que te acompañe. 
Deja que en lágrimas bañe 
la orla negra de tu manto 
a los pies del árbol santo 
donde tu fruto se mustia. 
Capitana de la angustia: 
no quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre, la cuna 
y tus gozos de Belén: 
- No, mi Niño. No, no hay quien 
de mis brazos te desuna. 
Y rayos tibios de luna 
entre las pajas de miel 
le acariciaban la piel 
sin despertarle. Qué larga 
es la distancia y qué amarga 
de Jesús muerto a Emmanuel.

¿Dónde está ya el mediodía 
luminoso en que Gabriel 
desde el marco del dintel 
te saludó: -Ave, María? 
Virgen ya de la agonía, 
tu Hijo es el que cruza ahí. 
Déjame hacer junto a ti 
ese augusto itinerario. 
Para ir al monte Calvario, 
cítame en Getsemaní.

A ti, doncella graciosa, 
hoy maestra de dolores, 
playa de los pecadores, 
nido en que el alma reposa. 
A ti, ofrezco, pulcra rosa, 
las jornadas de esta vía. 

A ti, Madre, a quien quería 
cumplir mi humilde promesa. 
A ti, celestial princesa, 
Virgen sagrada María.

  



(Gerardo Diego. Fragmento de Vía Crucis

miércoles, 23 de marzo de 2016

LAS FOTOS EN LOS MUSEOS



Recuerdo que las pasadas Navidades entré en una iglesia para ver un belén monumental y, al ir a fotografiar el sagrado Misterio con el móvil, se me acercó el vigilante y me advirtió, señalándome el cartel, que estaba prohibido tirar fotos. Esta escena es un clásico en cualquier viaje turístico. Es habitual que en muchos museos, templos, exposiciones o similares esté prohibido hacer instantáneas (o al menos usar el flash) o filmar vídeos. Pero lo que a mí me choca es la absoluta disparidad de criterios que existe, pues mientras que en el Bristish Museum, la National Gallery o el Louvre se permite a los visitantes inmortalizar todas o casi todas las obras con sus cámaras, existen museos insignificantes, con cuatro paridas expuestas, e incluso solo con paneles y sin ninguna obra de arte, donde está terminantemente prohibido hasta sin flash.

¿Cuál es el motivo para que en tantos sitios prohíban las fotos? No lo tengo nada claro. Yo pensaba que la prohibición respondía al supuesto deterioro que podían causar los fogonazos de luz artificial en las pinturas y esculturas, pero parece ser que esto es una leyenda urbana que han desmontado varios estudios científicos de los museos más importantes y prestigiosos del mundo, entre ellos la citada National Gallery y el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Según los expertos, los efectos de los flashes en los colores de un cuadro son insignificantes teniendo en cuenta la brevedad del destello y la distancia de seguridad a la que están expuestos. Por lo visto, harían falta cientos de miles de millones de disparos de flash, muy seguidos, para que pudiera apreciarse algún cambio, prácticamente imperceptible, en la coloración de una obra de arte. Otros muchos factores lumínicos y ambientales, muy difíciles de prevenir en cualquier museo, afectan en mayor medida a las pinturas.

Además esta hipótesis no cuadra con el hecho de que en muchos sitios no te permitan hacer fotos ni con flash ni sin él.

Otra explicación que todos hemos oído es que no se permiten fotos para preservar los derechos de autor sobre ciertas obras contemporáneas, es decir para evitar que se reproduzcan o difundan por medios no autorizados. Este razonamiento, suponiendo que tenga alguna base real, yo no lo acabo de entender. Se supone que en un museo no se exponen documentos reservados, planos secretos ni material altamente sensible. En el momento que una creación se muestra en un centro museístico se convierte en pública, y a partir de ese mismo instante es imposible impedir que inspire a otros artistas o incluso que sufra plagios indeseables, con fotos o sin fotos. 

Pero quizá la cosa sí tenga que ver indirectamente con los derechos de autor, aunque no con los del autor de las obras necesariamente. Para mí que la mayor parte de los museos que vetan las fotografías lo hacen solo para incrementar las ventas de los productos publicitarios y de recuerdo que ofrecen en sus tiendas. Consideran que si a los visitantes se les impide fotografiar los cuadros, esculturas y objetos expuestos, después comprarán más libros, postales, mini reproducciones, imanes de nevera y demás elementos de merchandising que se les ofrecen, pues será su única forma de llevarse un recuerdo de su visita. Es una razón bastante más prosaica que las otras, pero seguramente la que mejor se ajusta a la realidad.

También creo que en algunos sitios no dejan hacer fotos simplemente por esnobismo,  por gilipollez, para dar mayor importancia a lo que allí se expone. De hecho no es casual que los museos más talibanes con este tema sean precisamente los más cutres, los menos visitados y los que cuentan con un fondo de menor interés.


Más sobre museos en La pluma viperina

domingo, 20 de marzo de 2016

OPERACIÓN B.S.O. (45): FLYBOYS: HÉROES DEL AIRE




Un poco de música relajante, romántica y hasta espiritual para el Domingo de Ramos. Se trata del tema principal de Flyboys: héroes del aire (2006), una cinta bélica y romántica sobre los voluntarios estadounidenses en la Escuadrilla Lafayette (un escuadrón aéreo francés) durante la I Guerra Mundial. Pedazo de banda sonora del sudafricano Trevor Rabin, que, unida al fascinante personaje de Wolfert (inspirado en el Barón Rojo) y a la divina Lucienne (Jennifer Decker), hacen una peli que hay que ver sí o sí.


viernes, 18 de marzo de 2016

LA DIGNIDAD DE LAS RUMANAS (GITANAS)



Los medios de comunicación llevan tres días dándonos una intensa brasa con los sucesos que tuvieron lugar el martes en la Plaza Mayor de Madrid durante la visita de los hinchas holandeses del PSV Eindhoven, que jugaba contra el Atleti en los octavos de final de la Liga de Campeones. Es imposible a estas alturas no conocer los hechos, pues nos va a estallar la cabeza con tanta noticia, reportaje y mensaje de repulsa con los que nos han bombardeado incesantemente como si se tratara de un atentado terrorista o de una catástrofe natural de gran envergadura. Resulta que antes del partido varios jóvenes seguidores del PSV, imagino que ebrios, bromearon con unas gitanas de origen rumano que se encontraban pidiendo limosna en la Plaza. Les lanzaron monedas desde la terraza de un bar en vez de dárselas en mano, les pidieron que interpretaran bailes típicos de su tierra y que hicieran flexiones, prendieron fuego a un billete de cinco euros para ver quién lo apagaba antes, y, en fin, unas cuantas gamberradas más que pueden verse en el vídeo del final del post.

Todas las ONG´s de ayuda al inmigrante, las asociaciones feministas, los colectivos sociales, los partidos políticos y el Secretariado Gitano, encabezados, como no podía ser menos, por la alcaldesa comunista Manuela Carmena, han repudiado estas “vejaciones racistas” y las han denunciado ante la Fiscalía de Delitos de Odio, que ya ha abierto las oportunas diligencias. También se ha exigido una explicación al embajador holandés, que se ha apresurado a pedir disculpas (como para no), y al propio club de fútbol implicado, que, por lo visto, piensa meter un buen paquete a los bromistas.

A mí también me desagrada mucho lo sucedido, que, por cierto, no me sorprende en absoluto teniendo en cuenta que los neerlandeses son unos auténticos salvajes con un sentido de la moralidad más que difuso, como lo demuestran su experiencia colonial en Sudáfrica y su actual legislación en materia de eutanasia, drogas y prostitución. Basta un mínimo de humanidad para saber que solo a un malnacido se le ocurre pitorrearse de una persona que está mendigando en la vía pública.

Pero al margen de los reproches que sin duda merecen los futboleros de Eindhoven, a mí lo que me ha sorprendido de todo este fenómeno mediático es la repentina preocupación de políticos y medios informativos por la dignidad humana en general y la de los indigentes en particular. La verdad es que se me ocurren infinitos ejemplos de dignidad pisoteada bastante más sangrantes que las gansadas de los holandeses en la Plaza Mayor y no recuerdo que nuestros mandatarios ni sus periodistas en nómina hayan protestado nunca con tamaña energía.

Las mafias controlan la mendicidad en Madrid
No voy a caer en la tentación demagógica, o quizás no tan demagógica, de pormenorizar las situaciones de esclavismo que sufren millones de trabajadores españoles por culpa de la última reforma laboral de PP, y que aún no he visto censuradas en ningún reportaje o programa especial de las grandes cabeceras y cadenas de radio y televisión. Puede que la tragedia de que nuestra juventud carezca de oportunidades, tenga el futuro fundido a negro o, en el mejor de los casos, se deslome a trabajar por cuatro perras no se perciba por la prensa como una humillación suficientemente escandalosa, pero es que, ya que estamos hablando de inmigrantes, tampoco me he encontrado nunca, ni en primera ni en última plana, ni en prime time ni a las doce de la noche, ningún artículo ni documental arremetiendo con tanto brío contra las mafias de la mendicidad que funcionan impunemente en Madrid y en todas nuestras grandes ciudades ante la vergonzosa pasividad de las autoridades políticas y policiales. Baste decir que el 90% de los 50.000 gitanos rumanos que pordiosean en España son manejados y sangrados por organizaciones criminales que nadie se molesta en desmantelar. Pero, claro, no sé si los alcaldes y los concejales de turno consideran esta realidad lo bastante degradante como para azuzar al embajador rumano o montar un pollo en los periódicos con lágrimas de cocodrilo incluidas. Y es más: cuando algún ayuntamiento, como el de mi ciudad, ha intentado atajar este problema implantando severas medidas de control de la mendicación, los progres han montado en cólera acusándole de fascista.

Clama al cielo que quienes no han dicho nunca ni pío sobre los extorsionadores profesionales que en pleno centro de Madrid explotan, amenazan y denigran todos los días a miles de inmigrantes de todas las nacionalidades, se pongan ahora hechos unos basiliscos porque cuatro niñatos holandeses lancen al suelo unas monedas para que las recojan unas "pintorescas" calés.

Hay muchas más indignidades que no se critican en la tele ni sofocan demasiado al personal. La prostitución es una de ellas y lo seguirá siendo por muchos años mientras la clase política continúe mirando hacia otro lado en vez de coger el toro por los cuernos y plantar cara a uno de los peores dramas de la Humanidad, causa del más escalofriante tráfico de seres humanos. Pero está visto que cuando un viejo verde asqueroso mete un billete en público en el escote de una stripper mulata, a nadie le parece vejatorio, pero si un hooligan promete una limosna a una gitana a cambio de un baile inocente, casi acaba interviniendo el Tribunal de Estrasburgo.

Y aunque habrá quien me ponga a escurrir, a mí también me revienta no ver a nadie desvelado por la imagen absolutamente indigna de la ciudad de Madrid y de toda España que estamos dando a los visitantes y turistas permitiendo a cuadrillas enteras de rumanas ilegales, llenas de mugre y vestidas como en siglo XVI, acosar sin descanso a los viandantes. Cuando esta chusma nos roba la cartera en el metro o se hacina en un piso de nuestra propiedad llenándolo de excrementos y de basura hasta el techo nadie organiza una campaña de prensa defendiendo nuestra dignidad humana.


jueves, 17 de marzo de 2016

CULTURA SUBVENCIONADA

Hace poco presencié en una cafetería un acalorado debate sobre la tauromaquia en el que uno de los tertulianos preguntaba irónicamente por qué tenían que concederse subvenciones a los toros si, como sostienen los defensores de la Fiesta, hay tantos aficionados. Argumentaba que si a la sociedad española le gustaran de verdad estos festejos, se sostendrían por sí mismos sin ninguna necesidad de financiación pública.

El comentario me divirtió mucho.

Es obvio que las corridas de toros no tendrían viabilidad sin el apoyo (y no solo económico) de las Administraciones públicas. No estoy seguro de que dejaran de celebrarse si el Ministerio de Agricultura, las comunidades autónomas y los ayuntamientos cortaran el grifo, pero no me cabe duda de que el precio de las entradas se duplicaría (como mínimo) y los espectáculos taurinos perderían su carácter popular para convertirse en un capricho de las clases acomodadas.

Si no fuera por las subvenciones públicas, las entradas de los toros tendrían un precio prohibitivo.

Pero es que no solo se subvencionan los toros. Hay multitud de eventos y actividades culturales y de ocio que son arropadas por los poderes públicos sin que nadie se escandalice demasiado, e incluso sin que nadie lo sepa. Podríamos empezar hablando del cine o del deporte (incluyendo el fútbol de Primera División), pero ello daría pie a interminables discusiones que me dan mucha pereza. Aunque hay otros ejemplos similares a los toros que sí vale la pena rescatar del olvido, y me refiero a la ópera y al ballet clásico, que, según me enteré el verano pasado en un reportaje de televisión, jamás podrían representarse en España si no fuera por las cuantiosas inyecciones de fondos públicos que reciben todos los años los dueños de los teatros y las compañías correspondientes.

Al margen de nuestra opinión personal sobre cada una de estas manifestaciones culturales, las preguntas que debemos hacernos son bien polémicas. ¿Debe estar sujeta la cultura al juego de la oferta y la demanda? ¿Tienen que desaparecer del mercado aquellas artes escénicas que dejen de gustar al público? ¿Debe el Estado abstenerse de fomentar o patrocinar cualquier tipo de espectáculo o expresión artística? ¿En realidad nuestras costumbres de ocio responden a nuestras verdaderas inclinaciones o más bien nos acaba "gustando" lo que a la Administración le interesa que nos guste y nos mete a todas horas por los ojos o nos pone mejores precios? ¿Debe el Estado inhibirse ante los gustos del público o tiene derecho a “educar” a la gente para que se sensibilice hacia ciertas formas de arte o de cultura?

Algunas de estos interrogantes son muy difíciles de responder, aunque ya nos imaginamos que desde el poder político se financian e impulsan aquellos eventos, museos, artistas y obras que, por muy distintos motivos, interesa, como dicen ahora los cursis, poner en valor.

A veces son motivos ideológicos, de tradición e incluso de identidad nacional o regional, como sucede con los toros o con los bailes folclóricos. Seamos sinceros: ¿a quién le interesan los bailes regionales? ¿Quién asistiría a una exhibición de jotas castellanas si no fuera gratis gracias a la subvención de turno? Es más: ¿quién sabría siquiera de la existencia de estas danzas si la televisión autonómica no las pusiera a todas horas y los ayuntamientos no les dieran siempre un espacio en los programas de fiestas municipales?


El Ministerio de Cultura subvenciona muy fuertemente a las compañías de ópera.

Otras veces son razones más bien educativas, como en el caso de la ópera. Todos sabemos que la ópera hasta hace unas décadas era un espectáculo carísimo y elitista, reservado a las familias más pudientes de la burguesía europea. Pero en un determinado momento los gobernantes se plantean que esté género constituye un patrimonio cultural de primer orden que debe ser divulgado al máximo entre todos los ciudadanos independientemente de su poder adquisitivo. Se entendió que había que hacer lo posible para que la gente se refinara y le empezaran a entusiasmar las obras de Verdi, Puccini o Wagner, y ahí empezaron las subvenciones de más del 80% de los costes. Y así la ópera, que –perdonad la catetada– a mí me parece un coñazo, ha dejado de ser un antojo de los ricos para convertirse en un antojo de los gobiernos, que se gastan un pastón en mantener artificialmente unas representaciones a las que no va ni Rita, y los que menos los albañiles. ¿Chapamos entonces el Teatro Real de Madrid o lo seguimos manteniendo entre todos porque da buena imagen y nos hace parecer muy cultos?

En no pocas ocasiones se mezclan motivos de ambos tipos, y tampoco es extraño que entren en juego intereses particulares de ciertos lobbies muy poderosos...

Toda esta reflexión podría extenderse a muchos otros ámbitos, como el de los museos. La mayoría de los museos del país son deficitarios. ¿Hay que cerrarlos o deben mantenerse para garantizar el derecho de todos los ciudadanos a acceder a ciertos bienes culturales, sean o no de interés para el gran público?

Nada fácil, ya digo. Es complicado encontrar un equilibrio en este asunto, pero al menos deberíamos alejarnos de las dos posturas extremas. Una es la de sostener con dinero público actividades que realmente no interesan a la inmensa mayoría de los ciudadanos o incluso hieren su sensibilidad, solo para satisfacer intereses partidistas o sectoriales. Y el otro extremo es no hacer lo posible por dar a conocer a la sociedad, y sobre todo a las nuevas generaciones, las más valiosas manifestaciones de nuestra identidad cultural so pretexto de que están “pasadas de moda” o no arrastran a las multitudes. 

domingo, 13 de marzo de 2016

IDEALIZANDO EL PASADO




Es habitual –y muy humano– pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Es natural. Según avanza el río de nuestra vida cada vez discurre más lento, describe meandros más angustiosos, surgen remolinos a cada tramo y las aguas se vuelven de un color terroso. Echamos entonces de menos el manantial purísimo que fuimos, el arroyo cristalino que serpenteaba vivaz entre las rocas. 

Es tentador recrearnos en nuestra juventud, idealizar aquellos años inexpertos y a veces irresponsables donde –es verdad– no teníamos grandes responsabilidades ni motivos de preocupación. Pero esta idealización no es más que un autoengaño, y, si somos honestos con nosotros mismos, no nos quedará otra que admitir que no vivimos aquella época con conciencia de que fuera tan maravillosa, y que, de hecho, solo nos parece idílica ahora, teniendo en la mano todas las cartas de la baraja y pudiendo comparar. Porque entonces también lo pasábamos mal, a veces muy mal, con los conflictos con nuestros padres o con los amigos, o por no tener ni un duro, o por nuestros desamores y rupturas sentimentales, o por el infierno de los exámenes…

Ahora, claro, decimos que aquellos malos tragos solo eran naderías porque los cotejamos con nuestros marrones de ahora, muchos de los cuales no tienen ni solución. Pero en el fondo sabemos muy bien que en su día no percibimos de ningún modo aquellos problemas como minucias, y, aunque los sobredimensionáramos en nuestra bisoñez, el caso es que –con motivo o sin motivo– también las pasábamos putas y estábamos deseando cambiar de etapa cuanto antes, porque aquella vida, por mucho que hoy nos empeñemos, no nos hacía enteramente felices. 

Y encima somos unos tramposos cuando fantaseamos con retornar, aunque sea por unos instantes, a las aulas del instituto o a los veintitantos abriles. Soñamos con ese rebobinado cronológico pero con truco; anhelamos un viaje en el tiempo pero conservando nuestros conocimientos actuales, la experiencia vital que ahora tenemos. Y eso no vale. No vale retroceder veinte o veinticinco años para disfrutar nuestras correrías de juventud pero con ojos de adulto para poder reírnos de esos sinsabores que nos parecían un mundo. Lo auténtico sería regresar, sí, pero poniéndonos la piel y el corazón de aquellos chavales que fuimos, para comprobar cómo volveríamos a sufrir y a angustiarnos por las mismas estupideces quizá no tan estúpidas. Quizá así aprenderíamos a no poetizar tanto el pasado solo por ser pasado.

domingo, 6 de marzo de 2016

DE UN TIRÓN




Con honrosísimas excepciones, los creadores, por muy brillantes que sean, tienden a repetirse a lo largo de toda su obra. Solo los auténticos genios –y ni siquiera– están a salvo de incurrir en la redundancia, en la reiteración de muletillas, en el copia-pega de planteamientos formales y de contenido.

Hace años tenía la costumbre, cuando algún escritor me entusiasmaba, de leerme seguidos, casi de un tirón, todos sus libros. Hoy no tengo claro que sea una buena idea. Cierto que así conocí la obra completa de muchos novelistas, pero quizá debí intercalar mis lecturas, ya que la inmersión intensiva en un autor concreto no deja de ser una forma de desmitificarlo. No hay literato que resista la lectura, de un golpe, de todas sus creaciones. Pillas al vuelo los costurones en sus páginas, sus cinco o seis fórmulas para iniciar o enlazar los párrafos, sus estructuras gramaticales recurrentes, sus adjetivos predilectos, su déficit de vocabulario…

No solo me pasa con los escritores, qué va; también con los directores de cine y con los grupos musicales o cantautores. No sé. Creo que una novela, una película o una canción tienen un valor distinto si se aprecian de forma aislada que si se comparan con todas las novelas, pelis y canciones del mismo autor. También pienso a veces que si algunos autores hubieran creado solo el 10% de sus obras, habrían sido mucho más geniales. La prolificidad a menudo pone al descubierto las miserias de los artistas. 

Algo muy similar, aunque no es exactamente lo mismo, me sucede con las series de televisión. Hace siglos que no sigo ninguna por la tele. Odio acabar el episodio y tener que aguardar a la semana siguiente, o cerrar una temporada y tener que esperarme a que estrenen la próxima. Por eso prefiero descargarme series completas (todas las temporadas) y darme atracones en mis ratos libres. Esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Y el peor inconveniente, sin duda, es que de esta manera saltan mucho más a la vista las imperfecciones del producto. O quizá la culpa es mía, ya que la estructura, el guión, la trama y los giros de las series televisivas están concebidos para dosificarse en capítulos semanales, y hacer trampa viéndolas de una vez deja al desnudo los trucos del almendruco, los alargamientos artificiales, los defectos interpretativos, el carácter cíclico de las líneas argumentales, la falta de originalidad en los desenlaces… Aunque también debo admitir que cuando una serie es magistral se disfruta el doble viéndola toda seguida. 

Otra reflexión que me hago sobre este tema es si nuestras ansias consumistas, nuestra compulsión de tener y disfrutar en el acto de todas las cosas buenas, sin aguardar ni un minuto, no habrá arruinado nuestra capacidad de disfrute de ciertas obras artísticas o literarias maravillosas que se crearon para ser gozadas con calma, con cariño y a cuentagotas, y no como churros fabricados en serie.

viernes, 4 de marzo de 2016

LAS DESVENTURAS DE LOS DIVORCIADOS EN EL FRANQUISMO

Hoy ciertos principios del Derecho nos parecen inmutables y hasta sagrados, pero no lo son, y, de hecho, repasando la historia, encontramos múltiples demostraciones de que, en caso de conflicto entre las reglas básicas del juego jurídico y los intereses políticos, sociales, morales o nacionales de cada momento, aquellas tienden a ser pisoteadas sin el menor escrúpulo. 

Uno de los principios universales de aplicación de las leyes que más veces ha sido arrollado en la historia más o menos reciente es el de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, consagrado en la actualidad en el artículo 9.3 de la Constitución. La irretroactividad de las normas es un dogma liberal (inspirado en el derecho romano) que pretende reforzar la seguridad jurídica, pero que ciertos regímenes políticos se han saltado a la torera al considerar que ciertas conductas del pasado no podían quedar impunes o que la mera derogación de las leyes de gobiernos anteriores de signo contrario no era suficiente para evitar la permanencia en el tiempo de sus efectos nocivos. 

El franquismo dio dos contundentes hachazos a este principio de irretroatividad. El primero y más conocido es la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, que, resumidamente, castigaba a todos aquellos que hubieran prestado apoyo al bando republicano a partir del 18 de julio del 36, o favorecido de cualquier forma la llamada Revolución de 1934. Pero además de esta inolvidable norma penal, hay una ley mucho menos famosa, también de 1939, que voy a comentar con cierto detenimiento. Se trata de la ley por la que se deroga la Ley de Divorcio de 1932.

Con la neutralidad que me caracteriza, no voy a hacer valoraciones morales, políticas ni jurídicas sobre estas disposiciones. 

El 2 de marzo de 1932 se aprobó la primera ley reguladora del divorcio en España, que tuvo un carácter muy restrictivo (solo cabía la disolución del vínculo por causas muy tasadas) y una mínima repercusión, pues durante la II República la tasa de divorcios fue bajísima (solo unos pocos miles de sentencias) y se concentró, como es obvio, en los sectores más progresistas y menos religiosos de la sociedad española. La mayoría de los demandantes solo buscaba “legalizar” separaciones o abandonos ya consumados. 

Pero los divorciados de la República no se imaginaban el infierno que les aguardaba después de la guerra. 

La ley franquista de 23 de septiembre de 1939 no solo derogó la de divorcio “por ser radicalmente opuesta al profundo sentido religioso de la sociedad española”, sino que incluyó siete disposiciones transitorias de carácter retroactivo que dejaban a los ya divorciados al pie de los caballos, totalmente expuestos a la venganza de sus ex cónyuges y a la represión estatal.

Matrimonio modelo en el franquismo
En concreto, una de estas disposiciones "transitorias" establecía que “las sentencias firmes de divorcio (…) dictadas por los tribunales civiles a tenor de la ley que se deroga, respecto de matrimonios canónicos (…), se declararán nulas por la autoridad judicial a instancia de cualquiera de los interesados”. Y otra señalaba que los segundos matrimonios (civiles) celebrados por los divorciados al amparo de la legalidad republicana “se entenderán disueltos para todos los efectos civiles que procedan, mediante declaración judicial, solicitada a instancia de cualquiera de los interesados”.

Llama la atención que esta ley no anulaba automáticamente las sentencias republicanas de divorcio “respecto de matrimonios canónicos”, sino que se limitaba a brindar a los afectados la posibilidad de instar esta anulación para “reconstruir su legítimo hogar” o “tranquilizar su conciencia de creyentes”. Algo parecido sucedía con los matrimonios civiles posteriores al divorcio: únicamente podían ser revocados a instancia de parte, solo que en este caso se legitimaba para ir al juez no solo al casado por segunda vez y a su cónyuge, sino también a los ex cónyuges canónicos de cualquiera de los dos.

En la práctica esto supuso que numerosas personas divorciadas contra su voluntad solicitaran la nulidad de la sentencia para obligar a su ex marido o ex mujer a volver al nido familiar, pero sobre todo que los que se habían divorciado tras episodios de infidelidad u otras humillaciones pudieron vengarse dejando sin ningún efecto la nueva unión civil del que les puso los cuernos o les abandonó. Las consecuencias para estos fueron funestas, ya que, una vez invalidada la unión, si seguían conviviendo con sus parejas se arriesgaban a una denuncia por amancebamiento (los hombres) o por adulterio (las mujeres), ambos delitos introducidos por el Código Penal de 1948 y castigados con penas de prisión menor.

miércoles, 2 de marzo de 2016

LOS CIPRESES CREEN EN DIOS

A los dieciséis años, cuando leí por primera vez esta novela, me impactó su dramatismo y me enamoré de la Falange. Trece años después volví a leerla y me conmovió la humanidad de sus personajes (es, sobre todo, una novela de personajes). Y otros trece años más tarde he vuelto a repasarla y esta vez he disfrutado de su trasfondo histórico y político, descubriendo matices que antes me pasaron inadvertidos por carecer de los conocimientos necesarios sobre el período histórico en que se enmarca la narración.

Podría escribir más de cien páginas sobre Los cipreses creen en Dios (1953), pero hoy quiero decir muy poco. Solo que es, con diferencia, la mejor novela sobre la II República y el estallido de la guerra civil; que es la obra literaria que más me ha conmocionado e influido (en muchos aspectos), y que, a pesar de tratarse de uno de los mayores bestsellers en castellano de todos los tiempos (más de seis millones de ejemplares sin contar traducciones), hoy se encuentra fuertemente desprestigiada por la crítica debido a su supuesta parcialidad a favor del bando sublevado.

¿Seré capaz de resumir esta voluminosa novela en unas pocas líneas? Lo intento. Los cipreses (Premio Nacional de Literatura) tiene como protagonista a la propia ciudad de Gerona, que se nos muestra casi como un personaje vivo. A través de la mirada de decenas de gerundenses de muy diversas clases sociales, mentalidades e ideologías, José María Gironella relata minuciosamente cómo se vivió en esta localidad la experiencia republicana y el Alzamiento del 36. El eje central de la historia es la vida de un matrimonio de clase media, los Alvear, formado por una mujer muy religiosa y por un republicano moderado, cuyo hijo mayor, Ignacio, es un estudiante atormentado por las dudas, que “lleva en sí mismo la guerra civil”. Los conflictos políticos y sociales de esta ciudad catalana van recrudeciéndose poco a poco y generando una creciente polarización que desemboca en tragedia. El relato tiene un enorme interés humano y ahonda sobre todo en la importancia del factor religioso en los tristes acontecimientos que vivió España en los años treinta del pasado siglo. El desenlace es tan sobrecogedor que nadie podrá terminar el libro sin estremecerse y sin alterar su visión sobre el capítulo más sangriento de nuestra historia.
José María Gironella

Como ya digo, por sus novecientas páginas desfilan personajes de lo más variado, representativo cada uno de ellos de un estrato social o de una facción política. Inolvidables para mí son el subdirector del Banco Arús (militante de la CEDA y furibundo antimasón), el falangista Mateo, los republicanos hermanos Costa (millonarios y populistas), el cínico policía Julio, el soberbio Mosén Alberto, el místico seminarista César Alvear, el anarquista José, el siniestro comunista Cosme Vila, el rentista Jorge de Batlle, David y Olga (dos sectarios maestros de Estat Català), el incendiario carlista apodado La Voz de Alerta, la prostituta Canela, la deliciosa Ana María (el gran amor imposible de Ignacio) y el doctor Relken, un judío alemán que trafica con obras de arte robadas mientras asesora, con un repugnante aire de suficiencia, a los partidos izquierdistas locales.

Hacer una crítica de Los cipreses también me resulta muy difícil, así que me voy a limitar a exponer las tres grandes paradojas que yo veo en él, y que son muy descriptivas de su espíritu.

En primer lugar siempre me ha parecido ilógica mi veneración por una obra escrita por un autor que tanto me desagrada. A Gironella, además de un meapilas y un cursi, le considero un novelista mediocre. Los cipreses creen en Dios es su única novela redonda y confieso que algunas otras no he podido ni terminarlas. Aunque sí he leído los otros tres tochos de la tetralogía (Un millón de muertos, Ha estallado la paz y Los hombres lloran solos), su calidad y su interés están a años luz de Los cipreses, que tiene un ritmo, un tono, un clima, un escenario y una humanidad magnéticos que no en vano encandilaron a toda una generación. Hasta se estrenó una serie de televisión en 1960.

La segunda paradoja es cómo pudo sortear la censura una novela tan dura con ciertas actitudes de la Iglesia y con ciertos sectores de la derecha española, de los que se insinúa su responsabilidad moral en la conflagración, por no hablar de algunos contenidos sexuales impensables en una obra de ficción española de 1953. Por lo visto, el censor de turno decidió aprobarla íntegramente al advertirle Gironella de que iba a ser publicada de todos modos en Francia con la etiqueta “censurada en España”.

Gerona, con la catedral en primer término, que fue saqueada en 1936

Y por último, no es fácil responder a la pregunta de si se trata de una novela objetiva. Su autor solía decir que era una narración “no objetiva, pero sí imparcial”, juego de palabras muy propio de un pedante como él pero que yo nunca he entendido. Lo que sí es cierto es que aparecen personajes relevantes de ambos bandos políticos con rasgos morales muy heterogéneos; que tanto en la Iglesia y en el Ejército como en el Partido Socialista o en la FAI, nos encontramos con íntegros y malvados, con héroes y asesinos, con virtuosos y calaveras, con valientes y cobardes, con nobles y envidiosos, y con coherentes y trepas. Pero también es innegable que Gironella concentra la mayoría de las virtudes en sus personajes más religiosos y patrióticos, y las taras, excesos y vilezas en los masones y en el rojerío. A lo mejor es que era así de verdad. 

Honradamente, el libro no peca de cerrazón, no es de un partidismo chirriante y creo que empatiza con las razones y sensibilidades de las izquierdas (otro motivo para extrañarnos de que pasara la censura), pero de ahí a considerarlo un paradigma de imparcialidad hay un ancho abismo. Es evidente que el escritor gerundense contemporiza con el bando nacional, pero es justo reconocerle su grandeza de corazón al ofrecer todos los puntos de vista, hacer severa autocrítica, evitar la burda propaganda y poner de relieve el amor y el perdón como única receta para la reconciliación entre los españoles. Y este reconocimiento ha de ser doble teniendo en cuenta el año en que se editó la novela. En aquella época el franquismo estaba poco dispuesto a admitir ni uno solo de sus incontables errores ni mucho menos a ponerse en la piel del enemigo.