jueves, 17 de marzo de 2016

CULTURA SUBVENCIONADA

Hace poco presencié en una cafetería un acalorado debate sobre la tauromaquia en el que uno de los tertulianos preguntaba irónicamente por qué tenían que concederse subvenciones a los toros si, como sostienen los defensores de la Fiesta, hay tantos aficionados. Argumentaba que si a la sociedad española le gustaran de verdad estos festejos, se sostendrían por sí mismos sin ninguna necesidad de financiación pública.

El comentario me divirtió mucho.

Es obvio que las corridas de toros no tendrían viabilidad sin el apoyo (y no solo económico) de las Administraciones públicas. No estoy seguro de que dejaran de celebrarse si el Ministerio de Agricultura, las comunidades autónomas y los ayuntamientos cortaran el grifo, pero no me cabe duda de que el precio de las entradas se duplicaría (como mínimo) y los espectáculos taurinos perderían su carácter popular para convertirse en un capricho de las clases acomodadas.

Si no fuera por las subvenciones públicas, las entradas de los toros tendrían un precio prohibitivo.

Pero es que no solo se subvencionan los toros. Hay multitud de eventos y actividades culturales y de ocio que son arropadas por los poderes públicos sin que nadie se escandalice demasiado, e incluso sin que nadie lo sepa. Podríamos empezar hablando del cine o del deporte (incluyendo el fútbol de Primera División), pero ello daría pie a interminables discusiones que me dan mucha pereza. Aunque hay otros ejemplos similares a los toros que sí vale la pena rescatar del olvido, y me refiero a la ópera y al ballet clásico, que, según me enteré el verano pasado en un reportaje de televisión, jamás podrían representarse en España si no fuera por las cuantiosas inyecciones de fondos públicos que reciben todos los años los dueños de los teatros y las compañías correspondientes.

Al margen de nuestra opinión personal sobre cada una de estas manifestaciones culturales, las preguntas que debemos hacernos son bien polémicas. ¿Debe estar sujeta la cultura al juego de la oferta y la demanda? ¿Tienen que desaparecer del mercado aquellas artes escénicas que dejen de gustar al público? ¿Debe el Estado abstenerse de fomentar o patrocinar cualquier tipo de espectáculo o expresión artística? ¿En realidad nuestras costumbres de ocio responden a nuestras verdaderas inclinaciones o más bien nos acaba "gustando" lo que a la Administración le interesa que nos guste y nos mete a todas horas por los ojos o nos pone mejores precios? ¿Debe el Estado inhibirse ante los gustos del público o tiene derecho a “educar” a la gente para que se sensibilice hacia ciertas formas de arte o de cultura?

Algunas de estos interrogantes son muy difíciles de responder, aunque ya nos imaginamos que desde el poder político se financian e impulsan aquellos eventos, museos, artistas y obras que, por muy distintos motivos, interesa, como dicen ahora los cursis, poner en valor.

A veces son motivos ideológicos, de tradición e incluso de identidad nacional o regional, como sucede con los toros o con los bailes folclóricos. Seamos sinceros: ¿a quién le interesan los bailes regionales? ¿Quién asistiría a una exhibición de jotas castellanas si no fuera gratis gracias a la subvención de turno? Es más: ¿quién sabría siquiera de la existencia de estas danzas si la televisión autonómica no las pusiera a todas horas y los ayuntamientos no les dieran siempre un espacio en los programas de fiestas municipales?


El Ministerio de Cultura subvenciona muy fuertemente a las compañías de ópera.

Otras veces son razones más bien educativas, como en el caso de la ópera. Todos sabemos que la ópera hasta hace unas décadas era un espectáculo carísimo y elitista, reservado a las familias más pudientes de la burguesía europea. Pero en un determinado momento los gobernantes se plantean que esté género constituye un patrimonio cultural de primer orden que debe ser divulgado al máximo entre todos los ciudadanos independientemente de su poder adquisitivo. Se entendió que había que hacer lo posible para que la gente se refinara y le empezaran a entusiasmar las obras de Verdi, Puccini o Wagner, y ahí empezaron las subvenciones de más del 80% de los costes. Y así la ópera, que –perdonad la catetada– a mí me parece un coñazo, ha dejado de ser un antojo de los ricos para convertirse en un antojo de los gobiernos, que se gastan un pastón en mantener artificialmente unas representaciones a las que no va ni Rita, y los que menos los albañiles. ¿Chapamos entonces el Teatro Real de Madrid o lo seguimos manteniendo entre todos porque da buena imagen y nos hace parecer muy cultos?

En no pocas ocasiones se mezclan motivos de ambos tipos, y tampoco es extraño que entren en juego intereses particulares de ciertos lobbies muy poderosos...

Toda esta reflexión podría extenderse a muchos otros ámbitos, como el de los museos. La mayoría de los museos del país son deficitarios. ¿Hay que cerrarlos o deben mantenerse para garantizar el derecho de todos los ciudadanos a acceder a ciertos bienes culturales, sean o no de interés para el gran público?

Nada fácil, ya digo. Es complicado encontrar un equilibrio en este asunto, pero al menos deberíamos alejarnos de las dos posturas extremas. Una es la de sostener con dinero público actividades que realmente no interesan a la inmensa mayoría de los ciudadanos o incluso hieren su sensibilidad, solo para satisfacer intereses partidistas o sectoriales. Y el otro extremo es no hacer lo posible por dar a conocer a la sociedad, y sobre todo a las nuevas generaciones, las más valiosas manifestaciones de nuestra identidad cultural so pretexto de que están “pasadas de moda” o no arrastran a las multitudes. 

2 comentarios:

Aprendiz dijo...

Yo iría mucho más a los toros, al cine, al teatro, a museos, conciertos... si fueran más baratos, pero a esos precios hay que seleccionar, y al final sale más rentable irse a tomar algo, sobre todo para los que vivimos en ciudades con tan poca oferta y que encima tendríamos que desplazarnos...

Al Neri dijo...

Postura muy natural, Aprendiz. Pero seguro que en su decisión de ir a una cosa u otra también influye la propaganda subliminal de los poderes públicos.