domingo, 31 de agosto de 2014

¿MARIDO Y MUJER?



He observado que cada vez es más habitual que las personas que conviven sin estar casadas utilicen los términos “marido” y “mujer” para referirse en público a su pareja. Del mismo modo, los terceros también tienden a emplear esta nomenclatura, reservada en teoría a los matrimonios, cuando hablan de personas arrejuntadas. Esta curiosa actitud, mucho más frecuente cuando hay hijos, no solo no me gusta nada, sino que además no alcanzo a entenderla bien. Si un hombre y una mujer han decidido libre y voluntariamente cohabitar sin vínculo matrimonial, ni civil ni religioso, me parece absurdo que después pretendan pasar por casados ante la sociedad.

De todos modos no hace falta ser Einstein para intuir por dónde van los tiros.

Nos guste o no, en los últimos años el cambio cultural en esta materia ha sido radical. Si hace treinta años los amancebados eran una pequeña minoría de descreídos recalcitrantes que incluso hacían gala de su situación (que a menudo era una pose política o antirreligiosa), hoy en día se ha disparado el porcentaje de jóvenes que pasan de celebrar boda de ningún tipo incluso después de traer niños al mundo. Además las razones de ahora distan mucho de cualquier idealismo. La decisión de no casarse suele ser de lo más pragmática, sobre todo en estos tiempos de crisis: ahorrarse los gastos derivados del casorio; evitar los efectos jurídicos de los regímenes económicos matrimoniales; poder separarse en el futuro sin jueces ni costes; gozar de una mayor sensación de libertad atenuando las obligaciones, y, en muchísimos casos, no reincidir en la experiencia matrimonial que uno o los dos miembros de la pareja ya han sufrido de forma traumática.




El caso es que ahora ya son demasiadas las parejas que conviven sin más, llegándose a la situación de que a veces conocemos a una y no tenemos ni idea de si ha pasado o no por la vicaría y ni se nos ocurre preguntar, claro. En estos casos de duda, la prudencia aconseja manejar los conceptos sociales de “marido” y “mujer”, aún arraigados y mayoritarios, como una especie de comodín.

Pero la cosa no suele cambiar demasiado cuando sí se sabe a ciencia cierta que alguien no está casado con la persona con la que vive o tiene familia. El motivo es que en un país de fuertes raíces católicas como el nuestro, la terminología dedicada a las uniones de hecho es escasa y bastante estridente en los tiempos que corren, por lo que el personal suele cortarse antes de emplear sustantivos como “manceba”, “concubino” o “barragana”, que todo el mundo interpretaría como insultos dada la carga negativa que han tenido durante siglos. 

Por supuesto que existen en castellano varios eufemismos de nuevo cuño que sí se han manejado con soltura hasta hace poco, como “pareja”, “compañero/a”, “chico/a” o “novio/a”, pero reconozcamos que también chirrían socialmente lo suyo, sobre todo en ciertos contextos. Preguntarle por “su novio” o “su chico” a una tía de 40 tacos con dos churumbeles suena como mínimo ridículo. 

Lo de “pareja”, que a mí, dentro de lo malo, me parece el vocablo más acertado, cada vez está cayendo en mayor desuso frente al “marido” y “mujer”. ¿Por qué? Porque en una sociedad donde la mayoría todavía se casa, gracias a Dios, pero donde todos queremos ser los más progres (de boquilla), muchos no se atreven a utilizar esta palabra porque tienen la sensación de estar etiquetando a los aludidos al poner de manifiesto, sin que nadie haya preguntado, la irregularidad de su convivencia. Esta es la misma razón que alegan los propios afectados para emplear los términos tradicionales (e inadecuadísimos en su caso): no quieren dejar patente a cada momento, ante personas desconocidas, cuál es su modo de vida, su estado civil o su forma de entender la relación amorosa. Claro que yo me pregunto por qué no se han casado si tanto les preocupa parecer diferentes. 

Llamar esposo y esposa a quienes no lo son me parece una secuela perversa de la progresía que padecemos cada vez de forma más virulenta, por cuanto contribuye a trivializar y a deslegitimar socialmente el vínculo conyugal, que va perdiendo su identidad a pasos agigantados al confundirse continuamente, en lo terminológico y en lo demás, con todo tipo de uniones con fundamentos y efectos que nada tienen que ver.

Una sola cosa "en defensa" de quienes emplean mal estas palabras es que resulta incomodísimo estar utilizando denominaciones raras y alternativas con las parejas de hecho con las que tratamos todos los días, y que, al menos en apariencia, no se diferencian absolutamente en nada de la mayoría de las oficialmente casadas por la Santa Madre Iglesia, tal es el descafeinamiento de la institución más importante de nuestra sociedad.


Más sobre las parejas de hecho en La pluma viperina: Vivir arrimados

7 comentarios:

Sinretorno dijo...

Napoleón dijo. los concubinos no quieren saber nada del Derecho, el Derecho no quiere saber nada de los concubinos.....marido, mujer, esposos, tiene prestigio. Llevo tiempo diciéndoles a los civilistas que cambien todo el llamado Derecho de familia, pero no quieren.

Sinretorno dijo...

http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=3582

nago dijo...

Me casaría mil veces (incluso con el mismo)y no descarto la posibilidad de tener todos los hijos que me quepan en el coche.

Dicho ésto. Que cada uno viva y ame como sienta, quiera y pueda. Y que lo llame como quiera.

Morrisey dijo...

...me pasaría toda mi vida con ella, porque se que es la mujer.

Por cierto, prontito voy a Barcelona!!!

Aprendiz de brujo dijo...

Bueno, yo también me casaría miles de veces.Como ya lo he hecho por amor, la próxima, -si ha lugar, será por dinero.
Por lo que al lenguaje se refiere, tu razonamiento es impecable. Tan impecable que estoy seguro de que si hablas de un matrimonio homosxual, te referirás con la misma exactitud que pides en los casos que reflejas, hablando en esta ocasión de marido y marido y mujer y mujer.
Estos equívocos de las que hablas y en los que yo también incurro, no son solo culpa del mal uso que hacemos de la lengua , sino de la palurdez y retraso del pueblo español en materia de determinadas tolerancias.
Han sido muchos años en los que cualquier persona que no optaba por el camino establecido, era mirado con un bicho raro.
Ante la duda, usar pareja ó el nombre propio. Y si quieres darte de hostias ó tocar los huevos, lo de barragana me parece bastante adecuado.
Buena semana a todos.

Al Neri dijo...

Sinretorno, es interesante su planteamiento pero lo primero que tenemos que darnos cuenta es que en este país la inmensa mayoría de la gente que se casa por la Iglesia lo hace por pura inercia cultural, costumbre e incluso estética. Vamos, que la mayoría no quiere someterse ni a los principios ni a la jurisdicción católica.

Probablemente una Iglesia coherente debería intentar convencer a la mayor parte de los que piden el matrimonio católico que acudan mejor al juzgado o al ayuntamiento.

Nago, lamento no coincidir en absoluto con su -a mi juicio lamentable- segundo párrafo.

Brujo, mire, yo, como es natural, estaría encantado de utilizar los términos legalmente correctos para referirme a los contrayentes de un matrimonio homosexual, pero es que me lío y no sé a quién de los dos llamar "marido" o "mujer", o si llamar "marido" a ambos. A veces por la pinta que tienen estos personajes me surgen dudas angustiosas, y para evitar confundirme y tal, prefiero utilizar otros vocablos mucho más tradicionales o expresivos, como "íncubo" y "súcubo". Es solo por prudencia.

Tábano porteño dijo...

Una cita un tanto larga pero lúcida, tomada de una carta de Tolkien a su hijo, en la que le habla de la crisis de la institución matrimonial en nuestra época (¡es de 1941!):

“En nuestra cultura, la tradición caballeresca romántica (…) empezó como un juego cortesano artificial, una manera de gozar del amor por sí mismo sin referencia (y en verdad opuesto) al matrimonio. (…) Tiende todavía a hacer de la mujer una especie de estrella conductora o divinidad (…). Esto es por supuesto fácil y, en el mejor de los casos, un artificio. (…) Evita, o cuanto menos en el pasado ha evitado, que el hombre joven vea a las mujeres tal como son: como compañeras de naufragio, no como estrellas conductoras. (…) Inculca una exagerada noción del “amor verdadero”, como fuego venido desde fuera, una exaltación permanente, sin relación con la edad, el nacimiento de hijos y la vida cotidiana, y sin relación tampoco con la voluntad y los objetivos (…).

Sin embargo, la esencia de un mundo caído consiste en que lo mejor no puede obtenerse mediante el libre gozo o mediante lo que se denomina “autorealización” (por lo general, un bonito nombre con el que se designa la autocomplacencia…), sino mediante la negación y el sufrimiento. La fidelidad en el matrimonio cristiano implica una gran mortificación (…). No hay hombre, por fielmente que haya amado a su prometida y novia cuando joven, que le haya sido fiel ya convertida en su esposa en cuerpo y alma sin un ejercicio deliberadamente consciente de la voluntad, sin autonegación. A muy pocos se les advierte eso, aún a los que han sido criados “en la Iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo escuchado. Cuando el hechizo desaparece o sólo se vuelve algo ligero, piensan que han cometido un error y que no han encontrado todavía a la verdadera compañera del alma. Con demasiada frecuencia la verdadera compañera del alma es la primera mujer sexualmente atractiva que se presenta. Alguien con quien podrían casarse muy provechosamente “con que sólo” (…). De ahí el divorcio, que proporciona ese “con que sólo” (…). Pero el verdadero compañero del alma es aquel con el que se está casado de hecho (…) sólo la más feliz de las suertes reúne al hombre y a la mujer que están, por decirlo así, mutuamente “destinados”, y son capaces de un amor grande y profundo. La idea todavía nos deslumbra (…) se han escrito sobre el tema una multitud de poemas e historias, más, probablemente, que el total de tales amores que han existido en la vida real (sin embargo, los más grandes de esos cuentos no nos hablan de feliz matrimonio de esos grandes enamorados, sino de su trágica desaparición; como si aún en esta esfera lo de verdad grande y profundo en este mundo caído sólo se lograra por el fracaso y el sufrimiento). En este gran amor inevitable, a menudo amor a primera vista, tenemos un atisbo, supongo, del matrimonio tal como habría sido en un mundo que no hubiera caído. En éste tenemos como únicas guías la prudencia, la sabiduría (rara en la juventud, demasiado tardía en la vejez), la limpieza de corazón y la fidelidad de voluntad (…)”