viernes, 21 de marzo de 2014

CLASES SOCIALES



En los últimos meses he tenido ocasión de tratar y observar más detenidamente a personas situadas en los polos opuestos del escalafón social y mis conclusiones han sido tristes. Iguales ante Dios y en dignidad, todos estamos llamados a respetarnos, a entendernos y, desde una perspectiva cristiana, a amarnos como hermanos. Es sin duda un noble objetivo además del pilar fundamental de nuestra Fe, por lo que deberíamos tener marcada como prioridad en la hoja de ruta de nuestra vida el trato cálido y el diálogo cercano con todos aquellos con los que nos cruzamos con independencia de su condición social y de su formación cultural. Por desgracia este propósito nos cuesta cumplirlo en demasiadas ocasiones.

Uno de los motivos por los que es tan difícil la sintonía entre los seres humanos es precisamente la fuerte estratificación social a la que me refiero. Por razones de corrección política solemos obviar cualquier consideración clasista a la hora de plantearnos las relaciones interpersonales, llegando a tener la falsa sensación de que todos estamos al mismo nivel y podemos valorar y comprender las mismas cosas, compartir los mismos intereses, aspirar a idénticas metas o tener una sensibilidad similar hacia determinadas cuestiones. La realidad por desgracia es bien distinta: en la práctica las personas pertenecientes a estratos sociales muy alejados no tienen absolutamente nada en común y sus esquemas mentales están tan condicionados por sus respectivos prejuicios, necesidades y expectativas que casi me atrevería a decir que hablan idiomas opuestos y que es imposible que lleguen a entenderse y mucho menos a amarse (más allá de la mera declaración formal católica) o a compartir ningún aspecto de sus vidas.

Cuando escucho una conversación entre un hombre culto y acomodado, y alguien muy humilde, de un barrio popular y sin estudios, siempre tengo la sensación de que cada uno tiene sintonizado un canal distinto del walkie-talkie. Estas charlas suelen estar empañadas de desconfianzas o complejos, y desenvolverse a un nivel superficial, entre el tópico y la cortesía, percibiéndose a la legua que los interlocutores no tienen apenas temas en común de los que hablar y que las opiniones de uno se encuentran en las antípodas de las del otro. La mayor o menor fluidez de estos contactos depende casi siempre de la habilidad, de la educación y de la sensibilidad del más formado, que por obvias razones sociológicas que a veces nos negamos a ver, casi siempre es el más rico. 


Creo que nunca estaremos cerca los unos de los otros, ni nos amaremos como nos mandó Cristo, si no se acortan las distancias sociales y culturales. Para amarse hay que entenderse y desterrar todo prejuicio. Para sentirse hermanos hay que tener, si no los mismos puntos de partida, sí las mismas oportunidades para acceder a la educación, al trabajo y a los recursos. Como dijo el Papa Francisco, un cristiano en estos tiempos está obligado a ser revolucionario, y ello implica apostar con palabras y con hechos por una sociedad mucho más igualitaria, por un reparto equitativo de la renta, por una educación y una sanidad públicas y universales, y por un trabajo y un sueldo dignos para todos. Y la única manera de alcanzar todo esto es tijeretear sin contemplaciones por arriba y fulminar los privilegios de los de siempre; reivindicar un estado fuerte y unas políticas sociales valientes que, respetando la iniciativa privada y los méritos personales, neutralicen el egoísmo capitalista. Debemos aspirar a que nadie tenga su destino escrito en la frente en función de la calidad de su cuna.

Se trata solo de rescatar lo esencial del Evangelio, lo que nuestros padres inculcaban machaconamente en nuestros corazones infantiles: ¡compartir!

Cuando en este cochino mundo se comparta, tendremos todos mil cosas en común y las relaciones irán como la seda. Solo entonces aprenderemos a querernos de verdad. 

6 comentarios:

Pablus dijo...

Y eso que usted habla de algo que se ve en este pais...

En Inglaterra sucede algo así, pero mutiplicado. Exagerado; las clases sencillas van casi siempre en chandal y viven en su burbuja, en su mundo, un mundo con vida, valores y cultura propia.

Y las clases altas, siempre con corbata o pajarita, se tratan (casi)exclusivamente entre ellos, hasta el punto de que parecen ignorar si hay vida fuera de sus refinados círculos.
Y la tensión de clase es evidente en muchos momentos.

En España, a pesar de todo, hay una mayor cohesión social (si se compara con los anglosajones, claro).

C. S. dijo...

¡Ay, Sr. Neri! ¡Lágrimas en los ojos, tengo al leerle decir estas cosas! ¡Qué emoción!

Tábano porteño dijo...

Dostoievski advirtió el problema y lo convirtió en relato:

http://ebookbrowsee.net/dostoievski-fedor-un-episodio-vergonzoso-doc-d426991613

Tábano porteño dijo...

Y otro que indagó y dio una respuesta más que respetable desde el arte (aunque sin hacer hincapié en lo estrictamente religioso) es Fritz Lang:
http://www.youtube.com/watch?v=A0x4sz4Htu4

Anónimo dijo...

bonita utopía la suya, no se de donde la ha sacado, algún manifiesto comunista... Lo siento pero me parece una utopía, siempre habrá quien quiera mandar y quien no le quede otra que obedecer, me da igual en una sociedad capitalista que una comunista... siempre....

Gustav Becker dijo...

Considero que la diferencia de clases va unida, como bien dice a una diferencia cultural, más que económica. Podría sentarse uno con "el pocero" en el año 2005 a compartir mesa y mantel y no saber de que hablar con él.
Tal vez por eso en España, contamos con una figura difícil de definir en otros países como es el "nuevo rico", aquel cuyo nivel cultural no ha evolucionado a la misma velocidad en que crecía el tamaño de su cartera. Entre la nobleza, también distinguen a los de "toda la vida" y a los arribistas. Es el sino humano, amigo mío.