miércoles, 30 de noviembre de 2011

HISTORIAS DE ESPAÑA VIEJA (XXI): GUADALAJARA NO ES ABISINIA


Como ya dije en la entrega XVIII de Historias de España vieja, los izquierdistas suelen sobredimensionar la participación nazi-fascista en nuestra guerra civil para restar mérito a los militares del bando nacional. Si entonces hablé de Hitler y de su avión Junker, hoy vamos a recordar un episodio muy concreto protagonizado por el Corpo Truppe Volontarie de Mussolini.

El amariconamiento generalizado de los fascistas en la guerra española se manifestó en varios hechos concretos entre los que destaca la tibia rendición que pactaron, sin ninguna legitimidad, con los separatistas vascos (que fue anulada felizmente por el Caudillo dando a los gudaris su merecido) y su retirada más que vergonzante durante la Batalla de Guadalajara frente a la VIII División de Enrique Líster y las Brigadas Internacionales. Su huida de los comunistas en Brihuega más bien pareció la desbandada de una camada de conejillos a la llegada del zorro, dejando atrás en su carrera docenas de vehículos y carros de combate, y abandonando todas las posiciones ganadas en los días previos.

La bochornosa "hazaña" de los voluntarios camisas negras fue objeto de escarnio entre los soldados del bando nacional y la población civil, y hasta nuestros días han llegado por tradición oral multitud de chascarrillos al respecto. El más conocido es la versión improvisada de la canción Faccetta nera que circuló a partir del 37 por todos los frentes.

Faccetta nera es un famoso himno fascista (puede oírse en el vídeo) compuesto en 1935 como homenaje a la legítima pero no muy honrosa invasión de Etiopía por Italia. El estribillo de la canción original es así:


Facetta nera (carita negra)

bella abissina, (bella abisinia)

aspetta e spera, che già l´ora si avvicina (espera, espera, que la hora se avecina)

Quan noi saremo (en que estaremos)

tui fronte a te, (frente a ti)

noi ti daremo una altra legge, un altro rè. (te daremos otras leyes y otro rey)

Faccetta nera, (carita negra)

sarai Romana (serás romana)

e pé bandiera tu cia vrai quella italiana. (y por banderá tú ya verás la italiana)

Noi marceremo insieme a te (marcharemos junto a ti)

e sfileremo avanti al Duce e avanti al Re! (desfilaremos ante el Duce y ante el Rey)





Pues bien, los españoles cambiaron la letra y cantaban de esta guisa:



Desde Jadraque

hasta Sigüenza

chaquetearon cuarenta mil sinvergüenzas:

la retirada fue tan atroz

que hubo italiano que llegó hasta Badajoz.



Guadalajara

no es Abisinia,

aquí los rojos tiran bombas como piñas.

¡Menos palabras y más valor,

que viva España y la Falange de las J.O.N.S.!

Los italianos

en la trinchera

no se desprenden de sus camisas de seda,

en el empeine llevan charol

y por la calle van haciendo el maricón.



Españolita,

no te enamores,

espera, espera que vuelvan los españoles,

los italianos se marcharán

y de recuerdo un bambino te dejarán.

lunes, 28 de noviembre de 2011

5 METROS CUADRADOS


Todavía no sé por qué fui a ver esta película. Bueno, sí, porque me gusta el cine social, el que denuncia situaciones cotidianas de injusticia, y supuse que iba a encontrarme con un drama realista sobre las familias hipotecadas que se quedan en paro y demás, pero qué va: la cinta de Max Lemcke es una más a arrojar al cubo de la basura del cine español, por su inverosimilitud y por su histrionismo.


A pesar del protagonismo de Fernando Tejero, que hacía temer una charlotada de la peor catadura, 5 metros cuadrados empieza muy bien. Una pareja joven y trabajadora hace un esfuerzo para saltar del alquiler a la compra hipotecándose hasta las orejas por un pisito con vistas al mar en las afueras de Valencia. El piso se ha empezado a construir sin los preceptivos informes medioambientales y, a mitad de las obras, la Generalidad decide paralizarlo todo. Álex y Virginia se quedan sin piso y encima la constructora se niega a devolverles los cincuenta mil euros ya ingresados a cuenta.


La película tiene un planteamiento muy interesante, pues toca palos jugosos como el conchabeo entre los promotores y los concejales, el afán desmesurado de los jóvenes españoles por acceder a una vivienda en propiedad ya que “alquilar es tirar el dinero”, la repercusión de los problemas económicos en la estabilidad de las parejas, el papel de los padres o la precariedad laboral.


Pero el punto más débil de la cinta es su pobre desarrollo y principalmente el estrepitoso fracaso en su intento de que nos identifiquemos con los novios protagonistas.



Aparte de que las razones por las que interviene Medio Ambiente son absolutamente surrealistas (la supuesta aparición de un lince en un monte levantino) y de los deslices en materia procesal que deberían limarse en toda producción seria y bien asesorada, resulta pintoresca a más no poder la campaña orquestada por los propietarios damnificados contra el presidente de la promotora, rozando el guión, en su último tramo, los límites del género de la comedia de acción, por no hablar del absurdo final.

Además, ya digo que la pareja protagonista no se la cree nadie. Y no solo porque al amigo Tejero es imposible imaginarlo en cualquier papel dramático, es decir sin hacer de payaso tonto del circo o sin atender la pescadería de la que nunca debió salir, sino porque a estos tortolitos que compran sobre plano en una bonita urbanización les pasan unas cosas que yo no he visto en mi vida en una familia normal.

Por ejemplo, como no les entregan la casa se tienen que ir a vivir donde los padres de ella y dormir en un colchón hinchable. Pero luego el padre (¡menudo padre!) se cabrea porque no aportan nada a la economía familiar y los larga a la calle sin contemplaciones, aun a sabiendas de que no tienen ni para comida. Entonces los pobres se meten en una habitación de hotel (que no pagan hasta que los echan) y viven a base de bocadillos, y como si el tal Álex (Tejero) no lo tuviera ya bastante chungo, se empieza a escaquear del trabajo para acudir a las protestas de los afectados por la estafa, y le acaban poniendo de patitas en la calle.

La pregunta que se hacía todo el cine es por qué una parejita que trabajan los dos tiene que pasar por esas penurias estilo años cuarenta después de enterarse de la paralización de las obras, cuando a partir de ese momento dejan de ingresar cantidades al promotor y, por lo tanto, disponen de sus sueldos íntegros. Una pregunta imposible de contestar, ya que casi nada en el argumento tiene ni pies ni cabeza.

Que nadie la vea, ¿eh?

sábado, 26 de noviembre de 2011

AL NERI DEJARÁ DE ESCRIBIR


Suelo tener curiosidad por las razones que llevan a la gente a escribir un blog. Por eso aprovecho esta entrada para preguntar a nuestros blogueros amigos por qué cada día o cada tres días sienten la necesidad de sentarse frente al teclado y plasmar por escrito y por Internet sus ideas o sentimientos. Seguro que salen motivaciones muy distintas.


Aun así, si por ejemplo me contestaran a esta pregunta cien personas con blog, estoy convencido de que menos de diez serían sinceros del todo.


Casi todos los que escriben en una bitácora, tarde o temprano (y hoy me toca a mí), terminamos poniendo un post para explicar por qué lo hacemos. He leído bastantes de estas explicaciones y, la verdad, casi siempre es lo mismo: que si les gusta escribir, que si es una forma de reflexionar sobre lo que les rodea, que si así se comunican con sus amigos y se divierten, que si les ayuda a mejorar su expresión escrita, que si incentiva su creatividad

Todo esto está muy bien y creo que casi todos compartimos en alguna medida estos móviles, pero a mí me resulta muy llamativo que nadie reconozca una de las razones que, en mi opinión, más peso tiene para muchos de nosotros, y es que escribimos un diario digital porque nos gusta que nos lean más que a un tonto una peonza. O sea, que detrás de un blog siempre hay un señor o una señora un pelín egocéntricos que si escriben en la Red de Redes en vez de en un cuaderno suyo es porque les apetece ser leídos y, si es posible, comentados; que creen que no lo hacen mal y que tienen algo especial que decir al mundo.

Hay multitud de indicios inequívocos de que esto es así, digan lo que digan, pero el más evidente de todos es que cuando un bloguero detecta que no lo lee ni su madre, se desanima y cierra el chiringuito, ya lleve publicando dos semanas o dos años. Normalmente abandona el blog sin mayores explicaciones, tras un período de entradas cada vez más espaciadas, y otras veces se justifica con argumentos diversos como el exceso de trabajo, el estrés o problemas personales, pero muy rara vez (yo solo conozco un caso) admiten que están hartos de perder el tiempo escribiendo sus reflexiones para que no las lea nadie.

La mayoría de los internautas consideramos que dedicar tiempo a un blog publicando unas entradas mínimamente extensas, trabajadas o documentadas solo nos compensa si logramos el número suficiente de lectores para satisfacer nuestro ego.

Aunq
ue cuidado, porque este ego o como queramos llamarlo no siempre tiene un lastre peyorativo, ya que es perfectamente legítimo desear que a uno lo sigan y, además, hay gente que escribe con intención de captar lectores pero sus publicaciones son, a la vez, un gesto de generosidad en la medida que con ellas comparte reflexiones, experiencias o conocimientos que pueden enseñar cosas, ayudar a pensar o hacer mucho bien a los demás.

Como ya dije en el primer post de La pluma, mis razones para escribir son variadas y una de ellas es permitirme un sano desahogo crítico, casi terapeútico, contra tantas cosas que me disgustan de esta sociedad en la que a veces pienso que cada día encajo menos. Pero reconozco también sin rodeos el motivo antes apuntado: escribo porque deseo que se me lea y llegar a la gente, a cuanta más mejor.


Por eso mismo aviso que el día que compruebe que el número de visitas desciende por debajo de un umbral razonable, Al Neri dejará de dar la turra.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

LOS MALOS ROLLOS DEL FACEBOOK




Del invento este de Facebook, no sabe uno bien qué pensar, porque esta herramienta, que se supone ha sido diseñada para acercarnos más los unos a los otros, para compartir fotos, mensajes, eventos, juegos y felicitaciones, y, en definitiva, para fomentar el buen rollito, a veces provoca unos conflictos inimaginables en las relaciones de tú a tú.

No me refiero solo a que es una fuente de cotilleo insano, ya que un alto porcentaje de usuarios lo utiliza de forma mezquina para intentar curiosear la vida de los demás (fotos, amigos…) pero bloqueando sus propios contenidos para evitar el fisgoneo ajeno.

Lo que quiero comentar más bien es que por culpa del Facebook más de una vez nos vemos obligados a decirle a determinada gente a la cara que no nos cae bien o que no tenemos el más mínimo interés en que sepan nada de nosotros, o sea una situación a todas luces incómoda que jamás se produciría en una relación presencial.

Me explico. Antes de la era Zuckerberg, si tenías un conocido que te parecía un cretino, un pesado o un bocazas, bastaba con disimular educadamente, con sonreír un poco y con decirle “sí, majo, sí, lo que tú digas” las tres veces que te lo encontrabas al año. Pero es que ahora, si al muy gilipollas se le ocurre enviarte al Facebook una solicitud de amistad (porque se las manda hasta al gato), no te queda otra que rechazarla, so pena de pasarte el día leyendo sus memeces o de saciar toda su curiosidad sobre tus vacaciones, tus conocidos, tus hijos o tus opiniones.

Es decir, que no te queda más remedio que reconocerle claramente que pasas de él, con las comprensibles suspicacias que ello le provocará, porque, como es lógico, a nadie le gusta ser rechazado de ninguna manera. Desde ese día, cada vez que te topes con él en la calle, sabrá casi con total certeza que, mientras le sonríes y te despides, “ale, campeón”, en realidad estás pensando que es un pelanas del quince y que quieres mantenerlo lo más lejos posible de ti.

Aunque esto, la verdad, es simplificar un poco porque muchos utilizamos la red social por excelencia para comunicarnos únicamente con la familia y los amigos más cercanos, y no agregar a un compañero de trabajo o a un simple conocido no significa por narices que les tengamos en mala consideración, sino solo que no nos apetece que formen parte de nuestro mundo íntimo y familiar.

A pesar de ello, hay muchos que no lo entienden y se extrañan, se incomodan o se cabrean si son inadmitidos, y más si repasan la lista de amigos de quien les bloquea y comprueban que otras personas sí figuran en ella sin tener con él, en su opinión, una relación más estrecha que la suya.

lunes, 21 de noviembre de 2011

ENCUESTA ELECCIONES 2011

Pregunta: ¿qué votarás el 20 de noviembre? (pueden elegirse varias opciones)


Votantes: 89


Duración: Un mes.

Respuestas:


a) PSOE: 11 votos (12%)


b) PP: 18 votos (20%)


c) IU: 8 votos (8%)


d) UPyD: 8 votos (8%)


f) A los que prometan defender la Unidad de España y poner fin al circo del Parlamento y de los partidos políticos: 12 votos (13%)


g) No iré a votar: 20 votos (22%)


h) Votaré en blanco : 2 votos (2%)


i) Aún no lo he decidido: 3 votos (3%)


j) Votaré en función de las circunstancias, atentados, comunicados, manifestaciones de los Indignados y demás teatrillos que se monten durante la campaña: 5 votos (5%)


k) Tengo claro que no votaré ni al PP ni al PSOE: 15 votos (16%)


l) Otras opciones: 6 votos (6%)

sábado, 19 de noviembre de 2011

YO NO VOTO



Porque no me gusta participar en competiciones, supuestamente deportivas, donde las normas estén viciadas, el árbitro esté comprado y el contrario sea un niño rico y un guarro. No sería capaz de terminar ni el primer tiempo sin partir la cara al adversario, al árbitro y al propio público.


Porque, a pesar de lo que crean los cortitos, el hacer uso de un derecho no me otorga otro: quejarme y protestar. Lo que me otorga el derecho a patalear es ser un ciudadano honrado y de orden, que trabaja a diario, que paga sus impuestos y que acata unas leyes -no todas- que no comparte y que considera de origen ilegítimo. Y que, a pesar de ello, ha jurado ofrecer a España hasta la última gota de su sangre.


Porque no creo que de la diversidad de opiniones surja la verdad.


Porque niego que la mayoría, la masa iletrada, corrupta y corruptible, nunca se equivoque.


Porque de la suma de los egoísmos individuales nunca podrá nacer el Bien Común.


Porque me niego a creer que un violador y asesino de niñas tenga el mismo de derecho que yo a decidir el destino de mi nación.


Porque me niego a dar mi apoyo a miembro de secta alguna para que, durante cuatro años, haga y deshaga a su antojo sin que se le puedan pedir responsabilidades.


Porque no creo que Todo se pueda decidir introduciendo un papelito en una caja de metacrilato.


Porque no me gusta que me obliguen a decidir entre arsénico o cianuro.


Porque más de cien mil no nacidos, asesinados cada año en el vientre materno, se merecen una respuesta más contundente y eficaz.


Porque las farsas me repatean.


Porque las papeletas electorales deberían ser impresas en papel más suave y absorbente.


Porque me parece antiestético.

Porque me repugna pasar por la calle y escuchar a la maruja o al juanlanas de turno exclamar agilipolladamente: «Vengo de cumplir con mi deber democrático».

Porque me parece poco varonil.







De Rojo y Negro. Carlos Arévalo - 1942.

TEORÍA DE LOS PESADOS

En un imprescindible ejercicio de humildad debemos reconocer que todos, en algún momento o en algunas situaciones, llegamos a resultar pesados, pero la cuestión es por qué algunas personas concretas adquieren fama de plastas, de palizas, de cargantes, y la conservan durante toda su vida. En nuestra familia, en nuestro grupo de amigos, en el trabajo, hay uno o dos sujetos de los que todo el mundo dice que son insoportablemente pesados, que cada vez que aparecen o abren la boca, todo el mundo resopla de tapadillo, o desconecta o se larga si es posible. ¿Por qué son así?, ¿son todos iguales?, ¿qué hacen para cansar y aburrir a los demás?, ¿es justa su fama o depende de simpatías o apreciaciones subjetivas? Hoy toca analizar las características de los pesados.

La percepción de que alguien es un palizas suele tener mucho que ver con su forma de expresarse. Es muy habitual que la gente soporífera lo sea principalmente por sus escasas habilidades con el lenguaje, lo que se traduce en emplear cinco minutos y doscientas frases y circunloquios para exponer una idea que podría transmitirse en unos segundos y con tres oraciones. Son poco amenos y acaban resultando cansinos, por muy buena intención que tengan. También contribuye en gran medida a hacerse con reputación de fatigoso el tener un tono monótono o desagradable al hablar, por ejemplo voz de pito o fuertemente nasal.

Otras veces no se trata tanto de que se enrollen al decir las cosas, sino más bien de que no se callan ni debajo del agua. Me refiero a esos tipos agotadores que cuando te tomas una caña con ellos o te los encuentras en los pasillos de la oficina no paran de hablar y hablar, como una ametralladora, saltando nerviosamente de un tema a otro sin solución de continuidad y no dejándote meter baza en ningún momento. Cuando tú te propones decir algo, se les nota en la cara que no te escuchan y que están aguardando a interrumpirte a la mínima y, por supuesto, lo acaban haciendo más pronto que tarde. En cualquier conversación solo se les oye a ellos y terminan levantando dolor de cabeza y exasperando al más paciente.

También se puede ser un petardo auténtico no en función de cómo ni cuánto se habla, sino de las cosas que se dicen. Probablemente el plasta más característico es aquel que carece de la más mínima variedad de registros de conversación, empeñándose en sacar siempre los mismos temas en cualquier situación y delante de quién sea, sin atender al tipo de interlocutor o a sus gustos e intereses. Esto pasa a veces porque el pesado es un lerdo sin ninguna cultura que solo sabe conversar sobre fútbol, por ejemplo. En otras ocasiones el problema es su carácter obsesivo; sucede que algo le entusiasma o le preocupa muchísimo pero es incapaz de percatarse de que a los demás ese tema les importa un huevo. De estos últimos, yo conozco dos ejemplos de libro: un amigo mío ingeniero que siempre acaba hablando con detalle de su empresa y de su trabajo poniéndonos a todos la cabeza como un bombo, y una chica de mi oficina, muy maja, pero que cuando tuvo un bebé no hacía más que hablar de tomas, de pañales y de caquitas durante el desayuno (y así durante dos años) y resulta que desayunaba con tres compañeras solteronas. Acabaron malamente.

En esta última línea, otros dos prototipos de tío insufrible son aquel que siempre hace el mismo tipo de broma impertinente sin observar que a nadie le hace ni pizca de gracia, y el clásico obseso sexual, que en cuanto se junta a solas con otros hombres, aun sin tener ninguna confianza, no para de hacer chistes guarrindongos y de desviar morbosamente cualquier conversación para hablar de mujeres, de tetas, de culos o de sus hazañas eróticas reales o imaginarias.

Pesado también lo es alguien molesto por su comportamiento repetitivo o incómodo: el que intenta continuamente convencerte de algo cuando salta a la vista que no te interesa, el que está todo el día llamándote por teléfono y se tira siglos al aparato sin decir nada sustancioso, o el amigo con complejo de animador sociocultural, con un afán de protagonismo tan patológico que no para de organizar, sin que nadie se lo pida, toda clase de actividades, salidas, cenas y excursiones, sin dejar respirar a la peña ni un fin de semana y dando una matraca de cuidado para conseguir asistentes a sus eventos. Este último especimen, por cierto, a menudo cumple una función social inestimable.

Pero como he insinuado al principio, el concepto de plasta no siempre es objetivo y ser catalogado como tal puede llegar a ser un acto tendencioso motivado por la mala intención o por intereses o antipatías personales. A veces resulta que alguien no nos cae bien o no nos gusta que hable de determinados temas o nos diga determinadas cosas que tiene todo el derecho a decirnos, y entonces buscamos la complicidad de los demás para ponerle la etiqueta de estomagante, a fin de restarle crédito o de neutralizar sus comentarios. Recuerdo con vergüenza ajena como un amigo al que otro debía cien euros desde hace meses tuvo encima que soportar, la tercera vez que le recordó la deuda, que el muy cara le llamara cansino y agonías. También he visto casos parecidos con las ideas políticas o con la afición a un determinado club de fútbol: cuando en un grupo de amigos casi todos son del Barça o del PSOE pero hay uno que defiende un par de días a los merengues o a Rajoy, al final terminarán abucheándole por “pesaíto”.

En fin, que hay muchas clases de pesados y nada me gustaría más que entre todos pusiéramos ejemplos, cuanto más hilarantes mejor, que nos ayudaran a estar alerta y a protegernos como es debido de esta enojosa especie.

P.D.: Y no olvidemos al facebook-maníaco, que parece, por todo lo que publica, que es el único amigo que tenemos agregado...

jueves, 17 de noviembre de 2011

PARA QUE SIGAN ABUSANDO

Tengo una excelente memoria y recuerdo muy bien qué establecimientos concretos de mi ciudad (sobre todo algunos bares) abusaron más descaradamente con los precios en 2002, aprovechando el cambio al euro. Me refiero a los sinvergüenzas que subieron el café de cien pesetas a un euro y el cubata de quinientas a cinco euros. Aunque suela generalizarse injustamente, no todos los hosteleros cayeron en esta tentación, pero los que sí lo hicieron siempre me parecieron despreciables y merecedores de un castigo contundente, que jamás imaginé que fueran a recibir.

Pues bien, en estos tiempos difíciles muchos negocios se van a pique, y reconozco que no siento la menor compasión cuando compruebo que cualquiera de estos usureros (y ya van unos cuantos) ha cerrado y se ha quedado con una mano delante y otra detrás; es más, me alegro, me alegro mucho de que se les reviente el saco de la avaricia y desaparezcan de la circulación. Otro menos a robar, me digo.

Como además esta gentuza no sabe hacer la “o” con un canuto, no conseguirán reciclarse y sufrirán merecidamente unos añitos de travesía por el desierto, comiéndose los mocos y enterándose de cuál es (o debería ser) el destino de los jetas.

martes, 15 de noviembre de 2011

EL OCASO DEL GÉNERO POLICÍACO

En cuanto a sus contenidos, el cine ha tenido una evolución muy similar a la de la política. Igual que los políticos huyen cada vez más de las ideologías en su afán por posicionarse en el centro para atraer la voluntad del máximo número de votantes, los cineastas (especialmente los americanos) hace ya tiempo que reniegan de los géneros de toda la vida y apuestan por producciones híbridas, mezclando ingredientes, estilos y argumentos para no limitarse a un solo tipo de espectador, para llegar a toda la familia y hacer más caja. Es decir, que prácticamente han muerto los géneros cinematográficos clásicos, cuyos elementos suelen refundirse en un refrito llamado thriller, que nadie sabe en qué consiste, pero la conclusión es que al final las pelis más comerciales de Hollywood son todas iguales.

A la palabra thriller suelen añadirle siempre un apellido aclaratorio. Así nos diferencian entre thrillers psicológicos, thrillers de acción, thrillers de humor o thrillers románticos, pero ya digo que básicamente es siempre lo mismo: una mezcla de investigación, de comedia, de explosiones y puñetazos, de suspense y de amor (o sexo), para que vaya a ver la película todo perro pichichi y nadie pueda poner la excusa de que no es de su estilo.



Pero sin duda el género más afectado por este interesante (e interesado) fenómeno ha sido el policíaco. El género policíaco, que, por cierto, nunca ha sido de mis favoritos, es uno de los más antiguos del cine y de los que, por lo tanto, presenta unas características más definidas. Existen miles de filmes de este género en su estado más puro. Su principal nota definitoria es que el argumento gira exclusivamente sobre los entresijos de la investigación policial de un crimen, generalmente un asesinato, cuyo autor se desconoce en principio pero que gracias a las pruebas atesoradas a lo largo de la trama por un ingenioso agente o detective, termina descubriéndose. El objetivo del guión suele ser doble: cautivar al espectador con las técnicas y argucias utilizadas por el poli protagonista para pillar al malo, e incitarle a adivinar quién de todos los personajes es el homicida. Cuanto más imprevisible sea el criminal, mejor es el filme policíaco, dicen.

Ha sido también uno de los géneros de los que primero renegaron los productores, al ser excesivamente esquemático y dar poco juego. Las cintas policíacas puras, centradas totalmente en la pericia profesional de un astuto sabueso, dejan escaso margen para la profundización psicológica en los personajes y para incorporar “ganchos” como el romanticismo, el erotismo o el costumbrismo, ya que estos tienden a distraer al espectador de un núcleo argumental que exige una especial atención (otra de las razones de su declive). Solo hay un género con el que el policíaco se ha mezclado sin perder toda su esencia, y es el cine de acción, porque a menudo la violencia acompaña a la actividad cotidiana de la policía.

En cualquier caso, por estos y otros motivos, este emblemático género ha ido desapareciemdo prácticamente por completo de la gran pantalla, quedando relegado desde los años 80 a las series de televisión. Ello ha supuesto una notable pérdida de calidad y un importante desprestigio de las producciones de este tipo, lo que a la vez desincentiva su regreso al cine aunque sea de forma esporádica. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, con No habrá paz para los malvados (2011), una película netamente policíaca que se ha criticado mucho por parecer un capítulo largo de la antigua serie de Antena 3 Policías. Los cinéfilos nunca valorarán algo que se encuentra todos los días en la tele.



Viejos seriales como Colombo, Starsky&Huch o Spencer, detective privado; otros más recientes como Comisario o Policías, y los actuales Miénteme, CSI, Mentes criminales, Homicidios, The Closer, Caso abierto, Castle, Monk o El mentalista nos demuestran no solo que las tramas de investigación han sido desterradas al salón de nuestros hogares, sino que las cadenas de televisión últimamente abusan de ellas y dos de cada tres productos de ficción tienen este perfil.

Además es llamativo como muchas series de corte policíaco se han especializado en determinadas áreas de la labor policial, especialmente las tecnológicas o científicas, lo que en mi opinión supone un peligro para la sociedad en la medida que se facilita al gran público información demasiado minuciosa sobre las técnicas de obtención de pruebas, y esta podría ser utilizada por potenciales delincuentes para perfeccionar sus fechorías y evitar su detención.

sábado, 12 de noviembre de 2011

ASUNTOS INTERNOS

Siempre me ha hecho gracia que en las películas policíacas, hasta en las más antiguas, pongan a escurrir de forma recurrente al llamado “departamento de asuntos internos”. Es ya un cliché cinematográfico que se repite como ingrediente imprescindible en casi todos los títulos del género. Los aguerridos agentes protagonistas siempre se despachan con duras críticas e ironías sobre esta unidad administrativa de la Policía. “Ya vienen a husmear los de asuntos internos”, “pongámonos de acuerdo en qué vamos a decir a los chupatintas de asuntos internos”, “les ha faltado tiempo a los de asuntos internos para meter las narices”, Johny, con ese culo tan gordo no sé cómo no te destinan a asuntos internos”. El mensaje subliminal, y a veces no tan subliminal, que se lanza sobre los integrantes de este departamento es que no son compañeros, que son los más mediocres del Cuerpo, que su labor no sirve para nada, que entorpecen el logro de los objetivos policiales y que cometen injusticias empapelando a los agentes más sagaces y heroicos. Para más inri, si un sargento sale indisciplinado o se pone levantisco, lo acaban mandando como castigo a asuntos internos.


Este dato tan curioso de las películas de polis no es sino una de las muchas manifestaciones del recelo de la sociedad hacia las tareas burocráticas desempeñadas en cualquier empresa. Habitualmente, por muy diversos motivos, la burocracia se percibe negativamente por amplios sectores de la sociedad, incluso, como en el ejemplo cinematográfico, por los propios miembros de la organización a la sirve esa burocracia. Suele haber una tendencia a denostar todas aquellas tareas que no se entienden, y precisamente no se entienden porque no son visibles y no implican la realización directa y física del servicio o de la labor que caracteriza a la organización.

Otro buen ejemplo son las Administraciones públicas. La gente suele valorar mucho a los profesores, a las enfermeras, a los médicos o a los bomberos, pero tuerce el gesto al referirse a los funcionarios que participan en todo el engranaje administrativo que da soporte a estas profesiones públicas, hasta el punto de que las típicas críticas a los funcionarios están en realidad dirigidas a estos empleados y por supuesto no a aquellos.

Ya digo que estos prejuicios son fruto de la falta de conocimiento de las funciones llamadas burocráticas y de su contribución a los fines de las organizaciones y a su mejora. Estas críticas tan burdas y generalizadoras son equivalentes a entender, por ejemplo, que el único artífice de un buen programa informativo de la televisión es el presentador, que es al único que ven los telespectadores explicando las noticias, obviando el trabajo de los productores, los redactores, los maquilladores, los iluminadores, los técnicos de sonido, los cámaras, los reporteros y los corresponsales en el extranjero.

La burocracia bien entendida cumple funciones esenciales en toda empresa profesional. Entre otras, contribuye a elaboración y a la interiorización de las reglas internas de funcionamiento; se encarga de dar uniformidad y coherencia a la actividad diaria; es la correa de transmisión imprescindible entre la dirección y los diferentes departamentos; sirve de elemento de coordinación entre unidades que, sin una debida cohesión, tenderían a tirar cada una por su lado; difunde la cultura del grupo; garantiza un procedimiento riguroso y transparente a la hora de llevar a cabo las tareas, lo que supone una mayor equidad e igualdad de trato, y una respuesta idéntica ante situaciones idénticas; ayuda al ahorro de tiempo y de recursos, al encargarse de estudiar los procesos para racionalizarlos; descarga a otros profesionales de tareas administrativas (lo que llamamos papeleo) para permitirles una dedicación plena a su misión principal; sirve, a través de los cauces disciplinarios, de instrumento de control de las desviaciones y de los elementos ineficaces o indeseables; detecta y cubre las necesidades humanas y materiales que puedan surgir…

… Y, en definitiva, gracias a esta burocracia, las organizaciones son eso, organizaciones, en vez de grupos más o menos deslavazados con una misión más o menos en común. Esta misión jamás podría cumplirse eficazmente sin un buen aparato “oficinesco” que brinde el apoyo necesario, sin un departamento cojonudo de asuntos internos.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

LO QUE DEJAN DE INGRESAR

Una de las estupideces más graciosas de la SGAE, de los defensores de la Ley Sinde y de las sanguijuelescas editoriales, discográficas y productoras de cine es su manía de calcular sus pérdidas “por culpa” del pirateo sumando el precio de mercado de todos los ebooks, discos o pelis obtenidos ilegalmente. Suelen hablar de miles de millones de euros “no ingresados” como consecuencia de las descargas por Internet.

Su gremialismo y su avaricia les hacen perder por completo el sentido de la realidad, dando por descontando que si la gente que piratea no pudiera piratear iría a El Corte Inglés a comprarse la obra en cuestión al precio abusivo al que la venden, o, dicho de otro modo, que si consiguieran acabar con la ciberpiratería incrementarían sus ventas en el mismo número de unidades que el de descargas evitadas.

Y, claro, uno se muere de risa con sus cálculos, porque es evidente que si no nos dejaran bajarnos cosas cuando nos diera la gana, rara vez las adquiriríamos en la tienda. Simplemente, iríamos más a la biblioteca, veríamos menos cine y oiríamos menos música. Solo disfrutaríamos de lo que nos pudiéramos pagar, o nos regalasen o prestasen, o sea de muchísimo menos que ahora.

Yo mismo a lo mejor me veo cien películas al año, y gracias al invento del ebook, leo decenas de novelas actuales que me interesan. ¿Os pensáis, talibanes de una propiedad intelectual del siglo XIX, que me gastaría en ello lo que pedís en las salas y en las librerías? Ni de coña.




A ver si se enteran estos tíos de que todos podríamos seguir viviendo si dejaran de cantar, de rodar o de escribir novelas (son los únicos libros que se piratean). Que para acceder a sus creaciones, si quisiéramos, ya oiríamos la radio, o veríamos el peliculón cuando lo estrenara Antena 3, o le pediríamos el bestseller a un colega dentro de tres años, que no tenemos ninguna prisa. Que no son nadie, coño, que nos alegran un poco la vida y punto; que hace quince años no había emules, ni torrents ni webs de descarga directa y no nos daba ningún pampurrio por no conocer todas sus creaciones.

Deberían verlo de otra manera: gracias al pirateo accede a sus obras muchísima más gente que antes, y esta forma de acceso que tanto les cabrea favorece el descubrimiento de autores y que se terminen comprando determinados libros o discos cuando de otro modo no se habría dado la oportunidad. Mi afición al cine, por ejemplo, se ha enriquecido y desarrollado precisamente gracias a mis prácticas furtivas en la Red. Bajándome y viéndome pelis y más pelis tengo ocasión de conocer y apreciar mejor a muchos directores y autores, lo que me incita a pagar mi entrada de cine cuando estrena alguien que me gusta (y me gusta gracias a ser un proscrito).

Y también que se hagan a la idea de que su negocio, debido a los nuevos tiempos y tecnologías, ya nunca va a ser tan rentable como antes. Si la Metro-Goldwyn Mayer, la editorial Planeta o Apple Records lo ven muy chungo y creen que si seguimos bajándonos sus cosillas acabarán en la quiebra, pues, oye, qué le vamos a hacer, que monten una frutería a ver si tienen más suerte.

lunes, 7 de noviembre de 2011

COMPLETA EN TODOS LOS SENTIDOS

A la hora de valorar a alguien es peligroso centrarse en una sola de sus facetas porque el árbol puede llegar a tapar el bosque dándonos un perfil distorsionado de la persona en cuestión. Para hacernos una idea cabal de quien tenemos delante es preciso conocerle un poco en diferentes ambientes y tesituras. A veces la gente tiene varias caras y se comporta de forma muy distinta cuando está trabajando a cuando conduce el coche o está con su mujer y sus hijos.

Cuidémonos de juzgar a la ligera, tanto para bien como para mal, que
la peña engaña mucho y no todo es lo que parece.

Por ejemplo, desde hace algunos años, conozco a una chica de la que tengo muy buena opinión. Me parece, en primer lugar, simpática, sociable y con mucho don de gentes. Pero además es una persona razonablemente inteligente, y trabajadora, discreta, muy educada y bondadosa sin ser pardilla. La he visto tratar a todo el mundo con gran delicadeza y creo que tiene el don de saber escuchar y estar pendiente en cada momento de las necesidades de los que la rodean, sobre todo de sus amigos. Y sí, si alguno tiene curiosidad, le diré que la muchacha es mona y aunque su cuerpo no encaje del todo en los cánones del certamen de Miss España, está claro que es físicamente agradable.

Sin embargo confieso que esta valoración globalmente positiva la he puesto hace unos meses en cuarentena al conocer a su novio, porque resulta que el tío es un desastre desde todos los puntos de vista. Salta de ojo a cualquiera que el palomo que ha escogido para salir es infantil, exageradamente negligente, de naturaleza holgazana, maleducado, vocinglero, metepatas, presumido, derrochador, chanchullero, susceptible hasta lo patológico, débil y, por encima de todo, más corto que las mangas de un chaleco y pesado, muy pesado, pesadísimo. No os podéis hacer idea.

Ah, y se me olvidaba añadir que a sus casi cuarenta tacos carece de la mínima estabilidad laboral y económica. Lo único que puedo decir a su favor es que es
estiloso y bien parecido.

Me consta que mucha gente del entorno de la chica no ha dejado de llevarse las manos a la cabeza desde que empezó la relación.

La cuestión es que a la vista de la joyita que ha escogido mi conocida como novio soy incapaz de sostener, como venía sosteniendo, que es una chica maja en todos los sentidos. Como muy bien
dijo una vez el Subdirector del Banco Arús, parafraseando a Ortega y Gasset, en la elección de la persona amada realizamos la más sincera confesión de nosotros mismos. Y por eso, cuando pienso en esta chavala y en lo completa y equilibrada que parece su personalidad, siempre me digo que sin duda padece alguna importante tara oculta, pues de lo contrario es inexplicable que alguien con tantas virtudes se junte por propia voluntad con semejante tonto de los cojones.

En algún rincón de su ser anidará esa mezquindad, esa vulgaridad que le ha llevado a proyectar una vida en común con alguien tan limitado.

sábado, 5 de noviembre de 2011

LOS HOMBRES NO MIENTEN



El otro día asistí en Madrid a una divertida obra de teatro protagonizada por Arturo Fernández, Sonia Castelo y Carlos Manuel Díaz, y titulada Los hombres no mienten, que aparte de hacerme reír de lo lindo también me dejó abierta una línea de reflexión sobre las abismales diferencias psicológicas entre hombres y mujeres, en especial en todo lo referente a la pareja y al sexo.

Sin enrollarme con el argumento, diré que en uno de los actos una señora (la Castelo) enreda a su marido (el gran Arturo) para que le confiese sus infidelidades conyugales durante sus casi treinta años de matrimonio, empleando toda clase de argucias, como asegurarle que a estas alturas ya no tiene importancia, que le perdona de antemano, que le extraña que un hombre tan atractivo no haya tenido nada por ahí, e incluso picándole con que si reconoce sus aventuras ella le contará las suyas. Como era de esperar, el hombre acaba hablando y metiéndose él solito en un desagradable callejón sin salida. Por idiota.

Tengo un conocido bastante experto en el dudoso arte de colocar cornamentas en las cabezas femeninas que siempre asegura que la regla número uno para ser infiel es negarlo siempre todo, en toda circunstancia y frente a cualquier presión, prueba o evidencia. Suele explicar que el 90% de las veces la novia o la parienta no está completamente segura del desliz; solo tiene sospechas y por ello lanza andanadas a ver si cuela, inventándose datos e intentando sacar de mentiras verdades. Es por ello que un infiel listo jamás debe dejarse embaucar, ni ha de agachar la cabeza pase lo que pase. La norma, según mi conocido, es negar, negar como un condenado diga la cornuda lo que le diga y se ponga como se ponga, incluso aunque presente pruebas irrefutables como mensajes de móvil, llamadas, fotografías, testimonios de terceros o incluso, incluso, aunque le pille en la cama con la querida. La frase “esto no es lo que parece” no debe caerse de la boca de un golfo espabilado, porque así, en el peor de los casos, si la engañada corta la relación, casi siempre le quedarán dudas de si realmente la traicionaron y, de todas formas, no tendrá ni idea de con quién, cómo, cuándo o cuántas veces, datos comprometidos que evidentemente no conviene airear lo más mínimo ni en el presente ni en el futuro.

Vamos, todo lo contrario a lo que hace el personaje de Arturo Fernández en Los hombres no mienten.

Y la verdad, aunque por supuesto me parece deplorable cualquier forma de infidelidad en la pareja, he de reconocer que mi conocido, dentro de lo malo, tiene toda la razón. Yo tuve una novia muy celosa (con lo feo que soy) que me preguntaba de vez en cuando: ¿si tú me fueras infiel me lo contarías?, y yo, todo sincero, le respondía que ni de coña, que me callaría como una puta, y se agarraba unos buenos rebotes a cuenta de eso. Le explicaba que yo no nunca le pondría los cuernos, pero que no consideraba nada positivo ni constructivo confesar una cosa así, fuera cual fuera el motivo o la situación.

Si alguien engaña a su mujer y le apetece mantener indefinidamente esta relación bigámica, naturalmente que es inmoral, pero también comprensible que no confiese; en una inmoralidad va englobada la otra igual que en el delito de robo se subsume la acción de forzar la puerta, que no se castiga por separado.

Si el que pone los cuernos lo hace solo una vez, por debilidad, y sufre un sincero arrepentimiento, también me parece contraproducente y absurdo contarlo como forma de honestidad o de desahogo, ya que hacerlo solo sirve para causar un dolor innecesario a la persona que amas y encima poner en peligro una relación consolidada y valiosa.

Y por último, si se engaña a la mujer porque se ha enamorado uno de otra chica y se va a recurrir a la separación o al divorcio, tampoco creo que sirva de nada andar suministrando ciertos detalles sobre fechas y motivos. Lo mejor desde luego es la sinceridad, que implica aclarar que se ha conocido a otra persona, etcétera, pero, ¿qué sentido tiene humillar a la persona a la que has querido y con la que has compartido tu vida contándole historias que nadie te manda contar y que no aportan nada a nadie?

Lo malo es que ellas se las saben todas, y nosotros, a veces por pardillos y a veces por nuestro prurito de machos ibericos, terminamos hablando más de la cuenta y metiéndonos en unas ratoneras de órdago.


P.D.: Se admiten críticas despiadadas sobre mi asistencia, a mi edad, a una obra de Arturo Fernández.


Sobre la infidelidad, en La Pluma:


miércoles, 2 de noviembre de 2011

LAS DISTANCIAS EN MADRID


A pesar de que la ciudad donde vivo tampoco es minúscula, una de las cosas que más me impresiona cuando paso unos días en Madrid son los espacios tan abiertos y las distancias. La combinación de ambas características de la capital de España hace que ir de un sitio a otro o pasear por sus calles resulte una experiencia extremadamente engañosa.

A quienes no estamos muy acostumbrados a movernos por los madriles, nos parece que a todas partes se llega en un pis pas. Primero por el metro, que es una gozada y nos suele hacer mucha ilusión a los provincianos. Nos creemos que todo pilla a dos, a cuatro o a ocho estaciones como mucho, sentaditos y cómodos, pero no nos percatamos de que desde que para el tren hasta que nos asomamos a la calle, hay que patearse la tira de kilómetros entre pasillos, túneles, escaleras y transbordos del dichoso suburbano.

Y luego por lo que digo de los espacios abiertos. Como las avenidas son tan anchas y todo se ve desde muy lejos, solemos decir “ya estamos” nada más atisbar el edificio o monumento de destino, cuando todavía falta recorrer una distancia equivalente, por ejemplo, a dos veces el centro de nuestra ciudad. Sin olvidar lo traicionera que es la numeración de las calles, que ves el letrero de Alcalá, de Gran Vía o incluso de otras no tan largas, y ya descansas mentalmente suponiendo que estás al lado... pero luego te quedan cien portales.

Al final, cuando pateas por Madrid, aunque tengas la sensación de haber ido solo a un par de sitios y no haber recorrido más de dos calles, llegas a casa con la lengua fuera porque no en vano has andado diez o doce veces más de lo que caminas un día cualquiera en tu modesta capital de provincias.