viernes, 21 de agosto de 2009

EL CIEGO (1ª parte)

Su frente amplia y surcada de arrugas coronada por un pelo de nieve; su expresión de infinita tristeza; su chaqueta marrón, la misma en invierno y en verano; sus pantalones raídos y remendados; su paso lento, muy lento, como a cuenta gotas, tras el tamborileo de su viejo bastón de haya, que siempre se negó a cambiar por uno especial para invidentes, forman parte desde hace mucho del paisaje de la ciudad.

Matías cumplirá en diciembre 90 años y su historia antigua y triste la conocen muy pocos. Antes de morir, su hermana se la contó a no sé quién, y ese no sé quién me la contó a mí en la oficina.

Era de un pueblín muy cercano a Cuéllar. Cuando tenía quince años se pasaba media vida sudando en el campo y la otra media en la Casa del Pueblo, escuchando, preguntando, tomándose sus primeros chatos. Sus dos hermanos, que eran concejales por el PSOE y les tiraba mucho Besteiro, siempre le decían que no fuera imbécil, que se centrara en trabajar y se dejara de peleas con los señoritos, pero la sangre y la cabeza de Matías estaban en ebullición por las lecturas de los periódicos de Madrid y por el mitin al que fue a Valladolid con su primo Zoilo.

Los sábados por la noche iba con Zoilo y con otros chicos mayores a la parte del río, o por el Palomar o incluso a Mata, y acababan siempre a pedradas con los fascistas. En alguna ocasión les sorprendieron bien, volviendo de Cuéllar, y al hijo del médico lo descalabraron justo un año antes de las elecciones. Otro día le tocó cobrar a Zoilo y el propio Matías le curó el hombro descarnado y le puso hielo en los ojos.

En febrero se armó la de San Quintín. El Frente Popular arrasó en las urnas y al domingo siguiente la cuadrilla de Zoilo, envalentonada, increpó al cura a la puerta de la ermita, y a Don Serafín, que se había puesto chulo con varios concejales, le abollaron el coche a ladrillazos.

Esa misma noche Matías cometió el peor error de su vida. Junto con otros cuatro chicos prendió fuego a la casita de adobe, un poco alejada, donde se reunían todas las semanas los cinco o seis falangistas del pueblo. Aunque habían visto luz dentro, pensaron que todo quedaría en un susto y que les daría tiempo a salir. Se equivocaron. Dos muchachos no pudieron escapar; uno de ellos perdió las piernas y el otro, el hijo del médico, murió completamente calcinado.

A partir de ese momento comenzó el calvario de Matías. La Guardia Civil anduvo haciendo muchas preguntas y revolviéndolo todo, pero la convulsa situación política no facilitaba las investigaciones. A las dos semanas se llevaron una tarde a Zoilo al cuartelillo, aunque lo soltaron poco después. Se dijo que podía haber sido un accidente con una lámpara de aceite que tenían los falangistas en la casa.

El 18 de julio, antes de ponerse el sol, los dos hermanos de Matías se marcharon del pueblo. Él insistió en largarse con ellos, pero sus padres se lo impidieron, porfiando que era un crío, que no se había metido en política y que no le harían nada; estaría más seguro con ellos en casa. Matías rogó, lloró, casi pataleó, pero se impuso la autoridad paterna.

Como en dos días nadie preguntó por sus hermanos ni por él, ni llegaron camiones con hombres armados como a otros pueblos, su madre se tranquilizó. Pero Matías no. Ninguna de las noches siguientes pudo pegar ojo. Un sudor frío le bañaba todo el cuerpo y se pasaba las horas con la garganta seca y aguzando el oído.

Cuando a mediodía del 21 llegó una camioneta reclutando gente para el Alto del León, las piernas se negaban a sostenerle y tembló como una hoja al ver el azul oscuro de las camisas, los correajes, las pistolas, los altivos gorros cuarteleros y las flechas ondeantes en el banderín del capó. Cuando sacaron a Zoilo de su casa, dos calles más arriba, sus alaridos quebrados le encogieron el alma.

Matías no podía ni caminar. Un chico rubio le arrastró por los pelos hasta el corral, mientras el resto sujetaba a sus padres. A su padre le pegaron muchísimo mientras le preguntaban por sus hijos, los “concejales rojos”.

Sólo era un crío de 16 años, pero le ataron a un poste de la trasera y le golpearon brutalmente con un pedazo de cañería y con la culata de las pistolas y los fusiles. Le dieron mil patadas en el cuerpo y en la cabeza insultándole y llamándole asesino. Oía chillar a su madre: “es un niño, es un niño, no ha hecho nada”. A su padre le dejó de oír pronto. Cuando recuperó el conocimiento en la cama, todo eran sombras y no podía explicarse cómo seguía vivo. No podía resistir el dolor en las piernas y en la columna vertebral, ni sentir siquiera el destello de la vela que la enfermera le acercaba a los ojos.

El resto de la historia es la de un ciego pobre en una pequeña capital de provincias. Sus padres se quedaron en el pueblo y él marchó a la ciudad con su hermana la maestra. Los otros dos hermanos emigraron a Bilbao, tras un expediente de depuración en el que declaró Don Basilio, el cura, que era un santo, y que fue el mismo que en los setenta le tramitó a Matías la ayuda del Fondo de Acción Social, con la que creo que todavía malvive.

Hace muchos años le convencieron para que vendiera cupones, pero Matías, como tantos invidentes que no lo son de nacimiento, siempre se desenvolvió con torpeza y no se hizo a ese oficio por mucho empeño que puso. Su hermana le tuvo en casa toda su vida y le solía acompañar en su paseo diario desde la Calle de los Coches hasta el Alcázar o, cuando hacía bueno, por el Paseo de la Alameda, hasta que él se cansara.

Desde 2005 Matías vive en la residencia de las Hermanitas de los Pobres y cada día se le ve menos. Dicen que cuando está en el salón y sale Franco en la tele, se revuelve todo y farfulla con su voz temblorosa: “Hijo puta, hijo puta, eres un hijo puta”.

(Leer segunda parte)

4 comentarios:

EL FRANCOTIRADOR dijo...

Estremecedora historia que relata lo miserable de nuestra guerra civil,y de como los muchos indecentes de cada bando,se impusieron a los pocos decentes que habia en ambos lados.Rojos y fachas la misma mierda y como transfondo nuestra guerra civil una perfecta oportunidad para ajustar cuentas,las más de las veces personales y no políticas.

Clebarr dijo...

Sí señor. Tristes y sin sentido son todas las guerras, pero especialmente las internas, en las que luchan hermano contra hermano.
Dentro de mis muchísimos defectos, uno que sobresale especialmente es la impaciencia, así que Neri, no te hagas de rogar y termina la historia, please.

Isaak dijo...

Magnífico relato -la historia en si ha quedado en segundo plano, opino- que merece muchos más comentarios. Sinceramente, tu pluma, a veces, es más cervantina que viperina. Sea como sea, le imprimes olor y sabor a lo que escribes. Un saludo.

Aprendiz dijo...

Yo no entiendo qué puede llevar a las personas a cometer semejantes atrocidades, y peores que habrán habido.

El protagonista aun sigue llamando a Franco hijo de puta, otros aun siguen odiando a muerte a los rojos. Y aun se sigue intentando inculcar el odio a las nuevas generaciones, para que nunca lo olvidemos y España siga dividida.